miércoles, 30 de diciembre de 2009

Domi cum patris post viginti


Volvió al momento la mirada, como intentando castigarlo, demandándole muda una respuesta sobre su tardanza. Hervorosa de deseo, deseo por averiguar dónde había estado, con qué amigote de turno, en qué cantina de mierda, tomando qué guaro, a la sombra de qué nopales de plástico o de porcelana, así retornando siempre a lo inminente, mega en lo trascendental de lo implacable, de lo inevitable; consciente de que todo lo perdido en la conversación, en ésta, en cualquiera, no lo llenaba ninguna respuesta. Entonces, sorda a la replicación, dijo: “¿le fue bien, m’hijito?”

lunes, 21 de diciembre de 2009

Trozo (1)*

*Por lo del Cuartel, pero también por otras cosas

Recorrió la calle, en sus costados se adivinaban casuchas cubiertas de sucesivas capas de pintura, rosado, cereza, turuesa, aseguradas con rejas contra el hampa y los influjos de Avenida 7. Luego de unos pasos divisó un callejón entre dos edificios, un callejón encerrado, cortado del mundo por un portón de metal aliñado con varillas retorcidas. A lo largo del callejón, limitado por paredes de madera, se divisaban numerosos almácigos que dotaban de un verde precario el norte de la capital. Maikol llegó entonces a la oficina del contador, ubicada en lo alto de una tienda de electrónica. Sabía ue debía peetrar el escondrijo abarrotado de mostradores de vidrio y antenas de televisión que se extendían como esqueletoss de palomas en el cielo raso; debía preguntarle a alguno de los vendedores por Badilla, quien de mala gana lo iría a llamar hasta el segundo piso, saldría entonces de aquella guarida de trebejos anticuados, útiles sólo para aquéllos cuyas billeteras alcanzaban sólo la tecnología vigintisecular; se pararía frente a la puerta adjunta en aquel estuario de múltiples ritmos, esperaría a que bajara Badilla comenzaría el juego de la hipocresía. Y así fue.

Lo que Badilla llamaba su oficina era el claro al que conducía un camino serpenteante de gradas y balaústres despintados, donde un piso incrustado de conchas desembocaba en un claustro de paredes blanco hueso. Habían tres escritorios, dos archiveros y una mesita de vidrio que habría de servir al café de la tarde y al periódico de la mañana. El piso entonces había devenido un mozaico rojo de pintillas blancas, del cual emergían vrias sillas que, como el edificio entero, traían al hoy los años de 1950 y vertían sobre los hombres recuerdos ajenos, de sombreros y carmín, de novedad añeja, de casimir, de radionovelas, y del griterío del mercado que una vez envolvió la esquina de la calle 6 y la avenida 7.

La oficina estaba compuesta de una serie de espacios colisionados y a la vez independientes, Maikol había comprendido hacía tiempo la lógica de Badilla: esos espacios eran algo así como santuarios, algo así como las capillas laterales dentro de una iglesia, dedicados cada uno a a un tema específico. Cerca de la puerta, una pizarra de corcho aguantaba recordes de periódicos del mes en curso -esa era la capilla de la actualidad- escogidos entre las noticias aquéllos que tenían que ver con el fútbol y el crecimiento económico de la región centroamericana. Más cerca del escritorio de Badilla, encima de su asitente avituallado con el uniforme del Club Sport Cartaginés, se encontraba el rincón patriótico, dnde algunas banderas nacionales provistas de una ventosa vertían su sombra sobre dos calcomanías que leían "Sí al TLC". Junto al escritorio de Badilla, en cambio, se encontraba el santuario de la ubicación, donde un diagrama del sistema solar era seguido en orden descendente por un mapa de Centroamérica y éste por un plano del centro de San José; forma harto compleja de decir "aquí estoy yo".

Trozo (2)*

Comenzaba entonces la danza de los números y Maikol sentía la urgencia de mirar por la ventana para huir de aquella desidia; se lo impedía, pues sabía que su trabajo, monótono, estoico, dependía de aquellas operaciones, per además porque a través de esas cortinas sucias y vidrios opacos sólo staba San José, en una de sus expresiones más tristes: Tierra Dominicana; y que ahí no tenía para ver sino la miseria del vagabundo y la vida diurna de las prostitutas. Cierto que no era el bajo de Cuesta de Moras donde, al pie de los negocios que vomitan reggeatón, adolecen las calles de una hemorragia de aguas negras. En este Norte que tan rápido deviene Oeste hay otro aire, Maikol no lo entiende -lo que no quiere decir que no lo perciba- pero ahí se condensa la vida de hombres de antaño, resuena aun el griterío de los mercados, se siente pasar el Ronda en su bicicleta con una empanada de papa en la bolsa del saco, se adivina el paso de los reos hacia la Penitenciaría. Ahí se diluye la circunferencia de las horas, entre aquel caserío que forma un lago de zinc oxidado que parece expandirse en su oleaje cuando se sube la cuesta que ata Barrio México con el final de la Avenida 7. Un lago habitado por fértiles islas que de cerca se distinguen como almácigos de plátano, lago donde se hunden las calles y de donde emerge la Santísima Trinidad; ahí los piratas manejan un camión repartidor o rebuscan entre la basura, los tiburones se alimentan con piedras de crack y los guapotes pican los bolsillos de los transeúntes. Y en esas aguas, en su biodiversidad incalculablemente humana, Maikol no se quiere sumergir. Le basta vivir en Ipis y ver pasar los cardúmenes que bajan desde los Cuadros y desde Purral para saber que las orillas son apenas seguras y que el risego de aventurarse aguas adentro puede ser otro que perder la vida; puede ser el contagiarse de aquella miseria, de aquella rampante mediocridad, perder la sana distancia víctima de la conmiseración, o de la lástima, y arrojarse a tratar con problemas que no tienen solución. Sabe Maikol, y lo sabe bien, que en medio del olejae de las latas, subir la ventana no basta y que toda la melaza de la purria inevitablemente inundará la nave. Lo que ha oído, y lo que no entiende, es que hay aquél que penetra esos mundos de voluntad propia; unos para intentar ayudar y otros -los peores- para intentar encontrar ahí lo que no logran ver otros, para echarle un baldazo de real maravilloso y balancearse con un diletante paso entre el ardid escritural y el turismo del subdesarrollo, "para revivir a Bukowsky -decía otro- y sentarlo a comerse un ceviche en el Mercado Central". Como si la sensibilidad lo excusara todo. Pero eso a Maikol lo tiene sin cuidado, a fin de cuentas, él ni siquiera sabe que las favellas de Río de Janeiro son atravesadas por buses de turistas norteamericanos. Él sabe que está ahí sentado frente al contador en aquella oficina adornada con aras inintencionales, resolviéndole la vida a Dillinger para que pueda pasar dinero desde Panamá y financiar así sus inversiones, entre las que están numerosos Night Clubs donde los extranjeros visitan la entrepierna de tantas que habitan los inmuebles que componen aquel cuerpo de agua.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Justicia /3 (Guadalupe)

Balanceaba los brazos con torpeza, arrastrando los pasos, vistiendo bucles desordenados, bigote, y una chaqueta de cuerina negra.
Guadalupe: ese pueblo atravesado por lo urbano, como invadido por lo urbano, que parece resguardar la intrínquilis de la penumbra bucólica, humedecida con salones de baile, salas chinas karaoke, cantinas vequísimas y desteñidas en el interior a fuerza de la corrosiva mezcla de tristeza y alcoholismo. Esas son las cuadras que habita, por las que pasea su tensa parsimonia, viendo cómo las muchachas se cambian de acera ante su avistamiento. Tiende a dormitar mientras se escurre entre el ajetreo de los chanceros, inmune al aire navideño que reside en los chinamos y que se desborda sobre las aceras fundido en luces parpadeantes. Hace las de un moscardón en aquellas avenidas rancias, saltando de esquina a esquina, de chamba en chamba, exprimiendo los caldos ambarinos del desecho, algunos pesos, aquí y allá, que calmen a los acreedores y lo lleven a final de mes.
Tiene algunos hijos; suyos siente a dos, que lo han acompañado, cree, más tiempo que los otros y en alguna ocasión lo juntaran de un caño, empapada la nariz en sangre, quebradas las costillas y dos dedos. Las calles que lo refugian contienen a sus amistades y a tres hembras que sufren su libido, de forma ocasional, espontánea, asidas a la esperanza de que, como aquella vez, apareciera hacia mitad de mes con algunos pesos en la bolsa y se los entregara acompañados de un “tomá” que antecediere un beso avituallado en su bigote hediondo a meretriz.
Al doblar la esquina, lo vio comenzar, sin sospechar el acto que seguía, ignorando cuánto del evento no sería sino su propia agencia. Harold, la ratilla de Purral que se creía pregonero de una nueva cáfila, progenitor de una inminente piara de carteristas, traficantes y tachadores, se le acercaba a un saco de huesos movido por la inercia de setenta años. El anciano sobrepasaba apenas el metro cincuenta y llevaba una camisita a cuadros, un chonete y una reuma crónica que le dificultaba cargar el bolso de punto en el que figuraba una mazorca. Sin introducción, libre de las amarras que son las palabras, los llamados de atención, los gestos, se abalanzó Harold sobre el viejo propinándole un golpe en la frente y llevándolo al suelo. Mientras el anciano se cubría con los brazos el rostro y pataleaba torpemente, las manos del joven le invadían los bolsillos del pantalón, la camisa, penetraban el bolso, lo vaciaban, sustraían su billetera. Notaba el ladrón que el viejo lloraba, retorciéndose como un batracio extraído del agua, intentando con la voz quebrada rogar por auxilio; entonces acercaba su cara a la suya, arremedándolo, riéndose, tras lo cual el viejo le propinó un izquierdazo en el ojo derecho: momento en el que el otro hombre, que había detenido su paso, aun cubierto de aquella chaqueta de cuerina negra, se arrojó sobre el ratero y le acomodó la quijada con dos vituperantes ganchos. Ya en el suelo, lo alcanzó de súbito su adolescencia y lo condujo al llanto, tras lo cual el hombre le recetaba puñetazos en los costados, en el rostro y en la cabeza, como urgido por enseñarle lo que era la calle, coartando su pueril insolencia y sus pretensiones rezongadas, sacándole a patadas el deseo de volver a bajar la montaña que separaba Purral de ese pueblo anudado, centro de inmisericordia. Entonces, las botas estallaban en sangre detrás de la cabeza del ladrón, que había ya cesado sus quejas, y continuaban encontrándose con su cadera y con su coxis, aunando en Harold saltos y retortijones. No oía las palabras del viejo que, invadido de extraña quietud, sentenciaba “ya, ya, estuvo bueno”; continuaba propinándole codazos y coces, ya manchadas de sangre las botas y las mangas de cuerina, como depositando en aquel estropajo la rabia que traía por causa de querer vivir, por el miedoa expirar que lo dejaba desahuciado en la autoconservación.

Y así le trajo la muerte, mientras pateaba frenético el joven cadáver, sintiendo apenas los brazos del anciano que lo abrazaban y con una fuerza exigüe lo alejaban de los restos del rapaz.

Nunca había matado a nadie; pero esa tarde conjuraba el proscenio de un crimen. Antídoto de lo real, pero amago de lo verosímil: en aquella esquina, rodeada de ocho casas, donde doña Paquita Manzanares, Heidy Rojas, la familia Cerezos y los Prieto dejaban discurrir sus vidas, nadie presenció el hecho sino el viejo, víctima de la fetidez de aquel capo de la purria. Entonces, el hombre, que había guardado silencio la mayoría de su vida, era incapaz de impedir el rebozo de sus pensamientos. Se volvía hacia el viejo y dejaba escapar apenas de manera inteligible “se lo merecía ese desgraciado; el que la hace la paga; debía de estárselo esperando; pase lo que pase, doncito, yo no me arrepiento; échele tierra a esa rata hedionda y vámonos, lo acompaño a la esquina, luego… si te vi, no me acuerdo”.

El viejo entonces respondió “yo lo conocía, era hijo de un Luthier de por allá arriba, en Platanares, que construía guitarras a cambio de sueños; Emiliano, que se llamaba, lo echó un domingo de la casa, tras encontrar que discutía con su madre a causa de unos polvos blancos que le había encontrado entre las cosas del colegio. El güila estuvo un tiempo viviendo en el Alto, en casa de un primo que lo introdujo en este mundo de mierda; pero el carajillo resultó el más bravo de todos… todo lo que tuvo que aprender lo terminó enseñando al cabo de unos meses. Lo respetaban esos hijueputas, más que a nadie… esto, güevón, no se va a quedar así. Una tarde de estas lo van a venir a buscar, si les da tiempo le van a preguntar si en realidad fue usted, no porque no sepan, sino porque le quieren ver la cara cuando llore pidiendo perdón. Mejor que sea rápido, unos balazos que lo alcancen en la espalda cuando se asoma a la cantina de los miércoles, y no que lo agarren borracho, un sábado, se lo lleven a algún lote baldío de Paso Hondo y le saquen las tripas. No se crea, miherma, el que no se acuerda si lo vi soy yo. Gracias, y que dios me lo acompañe; que hoy usté mató al Pizuicas y eso se paga con sangre.”

Pasados los meses lo vieron, balanceando los brazos al trote, llevándose cigarros a la boca, ebrio incluso, abrazado de alguna mujer después de una noche de cumbia, riendo a carcajadas con el panadero, apostando en las máquinas de azar junto al Guadalupano, dejando perderse las horas entre las arrugas que fruncían su chaqueta de cuerina negra.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Agachatesta

Se repletó de aquel almagre que le teñía los nudillos; arrancó un empujón a la tierra mientras apuraba el paso. Involuntario alfarero, fue dejando moldes de sus pies hundidos en el barro, atravesados por trozos de ropa, envases plásticos y llantas en desuso. Sus venas parecían extenderse más allá de sus deseos y enramarse en el machete que dibujaba líneas torpes en el pedregal. Avistó entonces la casa por encima de la cumbre de la mala hierba. Acto segudido, cruzó trastabillando la quebrada, donde el verano había dejado un incomparable olor a mierda, paquetes vacíos de detergente, sacos de nylon y una poza amarillenta donde se lavaban tres zanates. Así que arrastraba los pantalones mojados por entre la hierba, sentía que abandonaba un mundo sin que otro posible se avistara para darle bienvenida.
La casa estaba ya más cerca; de sus adentros, la luz se fliltraba entre las cortinas, intermitente ante el paso ocasional de camiones y de bicicletas. Y el necio mozote se le adhería a la ropa encobrada hiriéndole los pies mientras oía entre el montazal el raer de las culebras, convencido de que al próximo paso lo adornaría una fatal picadura. Llegó sin embarg intacto al momento en que el monte comenzó a desdibujarse.

A la orilla de la calle, ya cuando se hacía visible a los transeúntes, deseó la muerte.

Sin tregua el aguacero continuó golpeando en las paredes de zinc, mojando las puertas enredadas en varillas de metal. Empapado, avanzó. De los pies le fluían terrones que abandonaba a su paso en la cara del asfalto. Bajo el aguacero, esperando el paso de dos autobuses, observó los hilos de agua que pendían de un luminoso letrero encima de una pulpería. Luego, como animado por un nuevo aire, se apuró hasta el pórtico enrejado de la casa sin mirar el tráfico.

De aquel escondrijo, teñida por la sombra se asomó una mujer con deseos de enterarse.
"Ya", le dijo con un aire seco. "¿Ya qué?". "Diay, ya lo maté".
"¿Lloró?". "Parecía un chancho después del primer martillazo". "¿Y los zapatos?". "Los quemé. Perate, dejame pasar...".
"Hay café" respondió la mujer, trebejando el cerrojo. "Sí, regalame un poquito. Sin azúcar". "Heiner... ¿pidió perdón el hijueputa?". "¡Qué va! Ese tipo de gente no se sabe arrepentir"

martes, 15 de septiembre de 2009

Faroles

Debajo de la gorra de los Lakers, una pañoleta de tela elástica le cubría la cabeza, precipitándosele hasta media espalda en forma de dos tiras que emanan de un lazo. La pantaloneta de mezclilla blanca le cubría la mitad de la pantorilla, preámbulo a un par de tenis amarillos roídos por la vida urbana. Un acompañante lo seguía, entusiasta, portador de una descuidada sonrisa, alzando los brazos en júbilo y agitándolos, tal que su camiseta morada ondulaba envolviendo su torso de niño. De las manitas del primero, que reía también, nacía el mutilado mango de una escoba; en el extremo que apuntaba a la cima de los edificios se retorcía un alambre que fluía hacia el suelo en forma de gancho. Del garfio colgaba un artificio de cartulina materializado en cubo, y en sus paredes, adornada con papel maché, la figura de una verde hoja de cannabis transmitía a la noche la luz de una hirsuta candela.

Se paseaban ambos así por la acera, ocasionalmente dando bocanadas a un cigarro compartido, acercándoseles a las señoras mientras sentenciaban "Vea, doñita, ¡qué pichudo!"

Junto a ellos, separados por una calle angosta, marchaban los otros, acompañados de sus padres, ataviados con la tridimensional fotografía de un campesino ideal, iluminando el campus con decenas de bujías, en celebración más de su niñez que de la Independencia.

sábado, 29 de agosto de 2009

Pagliaccio

estaba,
ya tendido el telón ,
ahogado en tan triste condición polícroma...

viernes, 14 de agosto de 2009

Acto Quincho . Esquela I


There is no ancient gentlemen but gard'ners,
ditchers, and grave-makers.
They hold up Adam's profession.

Shakespeare, Hamlet


A éste habrá que darle para el pelo.
Lo cual sería lástima, porque debe ser hombre de mérito

Ramón María del Valle Inclán,
Luces de Bohemia




-¡Pero es que el mae era carpintero y maestro de obras!
-No puede ser- y la risa se filtraba entre aquellas palabras con aroma a guaro; faltaban sólo instantes para que se desfiguraran en una unísona carcajada. Entonces, de entre los dientes de los comensales se asomarían fibrosas boronas de yuca que habrían de precipitarse hasta la mesa amarilla, se posarían luego sobre los individuales como una mancha de ketchup en la barbilla de una mujer deliciosa.
La esposa de Raúl intentaba contener los influjos de la hilaridad; se apretaba el estómago con un brazo, y con el otro se rascaba el lado opuesto del cuello mientras refugiaba la mirada entre las plantas de moringa y matazanos que adornaban las cortinas. Algunos indicios de risa le tensaban efímeramente los labios, tras lo cual se levantaba y pretendía arreglar el fregadero, impecable y ordenado, o sacudir un polvo invisible y cósmico que se alojaba sobre la televisión.
-Y el Chepón, que es un tonto, tan bueno que hasta da cólera, decía "no, no, no se preocupe, es un errorcito que se arregla en dos minutos...". Yo volvía a ver a este zopenco- decía dando una palmada en el hombro de Álvaro - y el idiota estaba apunto de reventar de la risa. ¿Yo qué hacía?
-Ah sí, güevón, pero yo no sabía que el tipo era maestro de obras; ahí sí me hubiera visto usté orinándome, seguro.
-Ay, pero pobrecita la familia, usté sabe qué cosa más espantosa, ¿ah? - Cubría así Suiri la conversación con ajuares de moral y culpa.
-Como quiera mi amor; usté tiene razón. ¡Pero ahí usté igual hubiera soltado la risa a patada suelta! Es que ver venir a Chisco Estrada, gordo, peludo, con esa nariz de bolillo de lira, chato como una tapa de caña dulce, entre los cuatro que cargaban la caja y después verle la cara de susto, esos ojillos brillosos de lechón, cuando no cabía la vara. - Pausaba repentinamente para dejar escapar una virulenta carcajada - ¡El desgraciado de Quincho! Si ése es el colmo de un carpintero, que el ataúd no le quepa en la tumba.- Álvaro interrumpía con una voz quebrada y filtrada por accesos de punzante hilaridad.
-¿Pero quién fue el idiota que hizo las medidas?
-Pollo, claro -- y una suerte de bramido breve y generalizado evidenció una picante connivencia -¡Si ese hijueputa hace los círculos con regla!
-Bueno, ¿pero qué hicieron? – Se desbordaba así de Suiri su curiosidad fisgona
-Diay nada, mijita. tuvieron... ¡tuvimos! que agarrar la pala y agrandar el hueco. Si no es fácil, en ese cementerio elegante ponen cemento adentro de la tumba. Hubo que bajarse, y romperlo, y rellenar otra vez, papá, y esperar que secara.
-Imagínese, Suiri, ¿quién se iba a quedar? Si eso lleva como unos cuarenta y cinco minutos - Interrumpe Álvaro. -Sólo se quedó un mojigato ahí, un amigo dicen. Un muchachillo fláccido y esmirriado, de ojillos verde musgo. Tenía el pelo rarísimo, como peinado con gomina, como hacía mi tata. Y ahí se quedó, de pie, viéndonos cavar el hueco y escarbar, y romper el cemento, mezclar, y chorriar, y esperar a que secara, y luego bajar el ataúd. De pie, encorvado como un gancho, sin dejar caer ni una sola lágrima; como abatido, enojado. Después de que cubrimos la tumba, el hombre se fue queditico. Callado, con las manos en las bolsas, volviendo a ver pa' todos lados... y después, ya cuando iba bajando el camino hacia la calle de Curridabat, dice el Cholo que lo oyó cagándose de risa.
-¿Qu'es eso? – expresaba la mujer con desencanto
-Pero este hijueputa no te cuenta que el desgraciado se estaba cagando de risa cuando escarbaba. Tenía que cerrar los ojos y hasta le bajaban las lágrimas de la carcajada que estaba aguantando.
-¡Pues sí! ¿A quién le pasa eso, güevón? Tengo diecisiete años de estar yo en esta vara y nunca, papá, nunca… Había que reírse. Puta. Pero yo no sabía...
-¿Qué?- Pregunta Suiri
-Diay, que el mae era carpintero y, además, maestro de obras.


Marzo, 2009.

domingo, 9 de agosto de 2009

La Maestra

Para mí era inmensa; en su magnitud se perdían anáforas y lápidas. Yo imaginaba su guarida como hecha de montañas de aserrín y de notas al pie. Su redondez inundaba la sala, cubierta de tela floreada y coronada de eléctricas canas, abandoándose al zumbido de un ceceo dormitante, razonando lo inconmensurable de mares de barro, de negros mandingos y de los manjares de la bocaracá. Yo suponía que de la misma materia de la que se componía su grosicia estaban hechos aquellos planetas entre los que brincaba su pequeña Majestad. Luego, hablaba; y su vocecilla endeble apenas excedía las fronteras de su colosal circunferencia, aun cuando repetía hasta el hartazgo la sentencia: 'Cocorí'.

Marzo 2009

Fuego /1


Supuse que se apartaría Roberto de aquel caldero, en vez de dejar aparejarse entre todos un aguzado estupor cuando se achicharrara el panículo de su entrepierna.

Sapiencia Josefina

También los hay snobs. Y entre ellos, Federico lleva el estandarte. Y tan snob es, que es exclusivo su snobismo.
Un snob no Federico: dícese de para quien la erudición y la expresión críptica son sólo formas de un dialectillo que, compartido entre uno o más snobs, se transforma en una suerte de mutua masturbación. Típicamente, su preocupación sobre los últimos instantes de John of Salsbury equivale a la posesión de algún bolso Chanel, o de las medias de saison de Louis Vuitton. Se dan en grupos o parejas y su asintótica aproximación a los límites de Federico se acompaña de conversaciones sobre el hipertexto en forma de un coctelillo de Vermouth o Bombay Sapphire.

Federico, en cambio, muestra un preocupante y sincero interés por los detallitos que lo llevan a portar su epíteto. Se le dibuja una expresión inquietante al momento en que se refiere a la mala preparación de un té Darjeeling y lo conduce al desasosiego la ignorancia de la composición del Cartulario de Nantes. No podemos evitar sentir por él una cierta simpatía cuando solicita ‘cerillos’ en un autobús del mercado o sufre de ‘gastralgias’ en una droguería de provincia. De ahí que caminara a nuestro lado al momento en que acontece el subsiguiente hecho.

Sin importar cuál hubiese sido la razón, apremiaba aquella tarde el tiempo. Había yo acelerado el paso, mientras la mirada de Federico se perdía entre las vitrinas, y se escapaban sus pensamientos entre las hendijas de los adoquines. Intentaba inútilmente apresurarlo, mas el tiempo corre tan distinto en los engranes de un reloj Omega.

Surgió de pronto una tan usual figura; cubierto el pecho con una playera de punto ya translúcida y blandiendo un panel en el que exhibía tirantes plásticos para sostén. Lo esquivé, echándole apenas una mirada de soslayo; pero Federico debía detenerse -Nota: El carácter condicionante se debe a que en esta frase se define a Federico como personaje y a que de lo contrario no habría excusa para esta narración. Así, mientras salgo huyendo de estas páginas y lo abandono con el volumen en las manos, tanto usted como yo renunciaríamos al oficio de bibliófilos: desilusionado y defraudado usted por haber invertido tiempo en escoger esta página; culpable yo de hacerlo malgastar deliciosos insultos que no han de trascender su sala de lectura-.

Quedará siempre en el misterio la actitud con la que abordó Federico al vendedor ambulante; fuera ya una de prepotencia, o una de ocasional simpatía. Lo cierto es que de pronto encontró San José a Federico diciendo con vehemencia a su súbito interlocutor cómo Deborah Polaski era la mejor Elektra de todos los tiempos; y que Barenboim, y que su brillante actuación hace dos temporadas; y cautivado el público de la Berliner Staatsoper. Y yo que moría de vergüenza, y Federico que continuaba con su florido discurso, y el Vendedor que arquea las cejas y lo traga con la calma de sus ojos, y yo que me acerco a Federico, y Federico que reposa silente esperando, y el Vendedor que le da su respuesta.

Bueno no, pito, yo diría Inge Borkh; mae, porque Birgit Nilsson era buenísima, y de campo también, y tuvo que ponerle hasta que la aceptaran en la Academia Sueca, y al final terminaron los directores besándole los tacones para que cantara en su presentación, y todo; pero le mataba todo encanto a Elektra, que parecía hombre de pelo en pecho. Además era arrogante y odiosa, terminó en la ópera por plata. Y ya marchita, mejor oír cantar a Marito Mortadela.
Por otro lado la Astrid Varnay, que dicen que compartió con los canillitas de la Boca porque vivió en Buenos Aires, era mejor porque además de que lloraba de verdad cuando se moría Agamenón y que hacía también de mezzo, estaba bien buena y una noche entre las sábanas con esta doña, de seguro que le paraba a uno el corazón entre otras cosas y colgaba los tenis como le pasó a Agustín Lara con la Félix, pues las dos eran unas buenas gatas, y en los sesenta se usaba menos la cama y más la alfombra y el parqué.
Y no crea que me estoy olvidando de Elsa Cavelti, compita, que si no hay Borkh, ella es la primera. Y es que esta sí que cantaba, no era raro –dicen- ver enjugarse los llantos a los generales argentinos en el diálogo que le tocaba con Orestes. Y era una cosa increíble, verla dueña del teatro, además de que Greta Garbo parecía una chiquilla con polio a la par de la Elsa que bien le podía dar de mamar a Bridgite Bardot mientras hacía que Franco se soplara los mocos.
Pero no, mi rey, ninguna como Inge Borkh. A la princesa se le salía el alma por la boca, y con perdón de dios, pero era un ángel que cantaba. Y es que ésta sí sabía; con las manos rojas salieron de La Scala todos los huevones, y la odiaban, cómo la odiaban y no les quedaba remedio de aplaudirle y puta, mi herma, puta. ¡Ah sí!, de cabaret, imagínese cómo tenía esas piernas, la princesa. Y le aplaudían todas las santulonas de Milán y las judías de Nueva York, y se secaban las lágrimas los señoritos en la Ópera como se secaron el sudor los tatas viéndola bailar en Moulin Rouge, y no es nada... que además de que con cada nota cacheteaba a Clitemnestra y le metía más adentro el puñal al padrastro, y de que no había mejor en el mundo, le dice a todos que chaíto y buenas noches, muy bonita la operita, y se volvió otra vez cabaretera, y actriz, y con cincuenta años ni Madonna después de quince operaciones. Que cuando alzaba la pierna y se hacía un split, se moría alguien del público... seguro, igual que Calas, que no le cabían las dos nalgas en Creta.
Ahí tiene a su Elektra compita, que Polaski le debería de estar lustrando los zapatos... ahora cómpreme los tirantitos, tres por mil, buenos buenos, imagínese que hasta podrían sostenerle las tetas a Hildegard Behrens, y durante toda la función.
Federico no ocultaba su sonrisa de satisfacción. Mientras pagaba los tirantes se nos acabó la prisa. Andando, continuaba yo tan absorto, tan autor de este cuento, que pronto perdimos el rumbo; tan feliz para Federico y tan penosa para mí la flexibilidad de los adjetivos. Snob, ¿quién? Y Federico me consolaba diciéndome que Eurípides era tan anterior al tiempo de Teofrasto, que las Guerras Médicas, y que Esmerdomenes, y Leónidas, y que Herodoto contaba en el libro VII, que... y Plutarco, y Averroes, y La Poética, que Aristóteles aún no... Y se le dibujaba aquella expresión de preocupante y sincero interés, como sumido en un estado de ataraxia.

Agosto 07