sábado, 16 de octubre de 2010

Hierofania


Penetró la iglesia de La Merced a plena luz del día. Los colores con que habían renovado el templo eran medievales: rojo, verde, azul, sobre madera; el piso, un mosaico decimonónico como ese que todavía adorna las casas de la capital alzadas en los cuarenta, o cincuenta, y que forma figuras en gris, con un fondo color rojo vino. Entraba con curiosidad, tironeado por el deseo de reconocer un edificio que vivía sólo en la memoria de sus padres y del que las gentes decían que había quedado lindo después de la renovación. Luego de andar por ahí, repasar el púlpito con ojos cuidadosos y echar un vistazo al viacrucis, el altar, se percató del confesionario, y entró, sin pensarlo demasiado. Se esparcieron por el armatoste de madera viejas fórmulas, ya conocidas:

- ¿Cuáles son tus pecados, hijo?

- Buen día, padre, hace más o menos veintidós años que no me confieso. No me da pesar, y creo que eso está bien; y, para serle sincero, vine con fines, como quien dice, turísticos. Quería acordarme, tal vez, cómo era este asunto de la confesión, pero no tengo mucho qué contarle.

- ¿Eres católico, hijo mío?

- Pues sí, supongo, me bautizaron y eso. Hice la primera comunión.

- ¿Y los otros sacramentos? ¿La sacra confirma? ¿El matrimonio?

- Pues no. No estoy casado, y la verdad me dio tigra, digo pereza, eso de la confirma.

- ¿Pereza?

- Sí. Que siga cursos, que haga exámenes, que penitencia. No sé, todo eso era demasiado a los dieciséis años

- ¿Pero cómo? ¿No querías reafirmar tu fe en Jesucristo y en la Iglesia?

- Pues no. La verdad, no

-¿Y vienes hoy sin fe?

- Pues, no sé, como le dije, es más un asunto de curiosidad. Digo, ¿qué seguiría normalmente, una vez que se le he contado todo eso?

- Seguiría que me confieses tus pecados.

- Pero no tengo.

- ¿Cómo? El Único libre de pecado es el Señor Jesucristo. Todos cometemos errores

- Errores sí, pero pecados no.

- ¿No te arrepientes de nada?

- Bueno, al rato. Pero no así como para sentirme culpable. Hoy no, por lo menos.

- Si no tienes nada de qué arrepentirte, no tienes entonces por qué estar aquí.

- Suave, no se me enoje...

- No me enojo, pero así es como funciona este procedimiento

- Bueno, a ver, déjeme pensar. Tal vez se me ocurra algo. Una vez, esteee, me robé como tres mil pesos de un vuelto; es que le andaba haciendo mandados a mi patrón, y bueno. Pero la verdad que ese viejo tiene mucha plata y esa miseria no le va a hacer falta. No, entonces no me arrepiento. Déjeme ver. Bueno, varias veces le he dado vuelta, digo, he sido infiel. Pero a mí también me han dado vuelta varias veces, y así es cómo es la cosa en eso del amor, así que… pues no, tampoco me arrepiento, en esos juegos siempre alguien se lleva la peor parte. Ahora que me pone a recordar, una vez, en el colegio, me da un poco de vergüenza, pero hice que echaran a una profe que me caía mal. Después me di cuenta de que estaba embarazada y que, bueno, que no sabía quién era el tata de la criatura, o sí sabía, pero el tipo no estaba, o algo así. Entonces me di cuenta de que la muchacha no tenía cómo hacerle con el chiquito nuevo y eso. Pero, en realidad no me sentí tan mal en el momento, porque la vieja era tan, pero tan cabrona; no fue sino hasta que a Ceci, una amiga, le pasó algo parecido que me di cuenta lo feo que era, y bueno, ya habían pasado muchos años, demasiados como para disculparse. Luego me la encontré, ya grande, y vi que andaba con el carajillo en el uniforme de Barrio México, y caminaba de la mano con un mae, entonces la vara, la cosa, digo, le salió bien. de eso me di cuenta de que no había que hacer esas cabronadas; pero ahora que se lo cuento, la verdad no me siento tan mal, porque todo se solucionó. Esa no sirve, tampoco, ¿verdad?

- El sacramento dice claramente que tienes que arrepentirte para que yo pueda absolverte de tus pecados.

- Por eso le dije que no tenía.

- Lo que pasa, hijo, es que hace mucho tiempo que has vuelto la espalda a Jesucristo, y a su Santa Iglesia. Y ya no sientes culpa por tus malas acciones

-¿Será?

- Por supuesto. Te has vuelto un cristiano dejado, abandonado. Un fresco, como dicen en la calle.

- ¿Y no será que los pecados ya no existen, padre? ¿Que los que se ocupan de solucionar sus metidas de pata y procuran no joder a los demás no tienen nada de qué arrepentirse?

- ¿Quéseso?

- No. Digo. Créame que yo no venía para molestarlo; pero es que ahora me doy cuenta de por qué hace tanto no venía. A ver, no era por eso de creer o no creer, o todo lo que uno sabe que hace la Iglesia, aquí y en todas partes. Más bien era porque no tenía la necesidad de sentir pena. Si me hubieran obligado a confesarme, hubiera tenido que inventarme algo. ¿No cree usté más bien que la gran cantidad de cosas que la gente le cuenta se las cuenta por eso. Tal vez no sienten que estén mal, pero se obligan a sentirlo, porque usté se los dice, o la Iglesia, o sus tías y sus abuelitas. Si no existiera la culpa, pues, tal vez usté no tendría trabajo.

- Pero, ¿qué no le temes al infierno? ¿No tienes miedo de perder la gloria eterna?

- ¿Por haberme robado tres rojos, o por darle vuelta a la tramerita de Patricia? Yo no creo que me vaya al infierno por eso.

- Por eso no, ¿pero por repartir esas ideas de no arrepentimiento? ¿Qué tal si los tuyos te escucharan, te hicieran caso, y no se arrepintieran por cosas más grandes? ¿Tal vez un desfalco, un agravio contra otro? ¿No te da miedo, eso? Tú crees que la culpa sólo se le aplica a las fichas pequeñas, como tú? ¿No has pensado qué sería de la gente si la redención no fuera posible? Imagínate un gran millonario que tiene a su cargo la empresa que hace minas y saca petróleo. Para hacerlo destruye comunidades enteras, desperdicia y arruina recursos. ¿Qué pasa si a ese hombre se le aplicara el poder de la culpa, el del verdadero arrepentimiento? ¿No crees que cambiaría su camino, sus acciones?
¿Qué pasa si no hubiera culpa? ¿No piensas que precisamente es eso lo que hace que las cosas estén como están? ¿Que a todo el mundo le vale un comino lo que hace y las consecuencias de lo que hace, mientras se sienta bien?

- Suave, suave. Primero, yo dije que tenía que arreglar sus metidas de pata y no joder a nadie, para no sentir culpa. Entonces ese ejemplo no vale, digo, el que la debe la teme. Pero, después, ¿qué va a hacer que ese tipo sienta culpa?, si todo lo tiene a su favor, a veces hasta la misma Iglesia. Porque no todos los sacerdotes piensan como usté, mi padrecito. Yo no creo que sea tan simple como para meter a todo el mundo en una cazuela y hacernos un arroz con mango. Lo que pasa es que la Iglesia lo que hace es confundir a las viejitas y a los pobres diablos que difícilmente han hecho todo lo que usté dice.

- Cierto, no te lo voy a negar. Pero también he visto cómo hay gente que no tiene a nadie a quién contarle nada, y cómo no les alcanza para un psicólogo que les dé seguridad y les diga que todo está bien; y yo los veo venir con la cola entre las patas, a contarme cosas que les revuelven las entrañas, y que no las pueden decir ni a los amigos luego de quince cervezas. El sacramento de la confesión puede aparecer escrito como a ti te dé la gana desde el siglo doce, pero no sólo se trata de venir a que un viejo te diga que eres malo y que te debes arrepentir. A estas alturas es, más bien, un servicio a la comunidad.

- No, no me cambie la historia, padrecito ¿No me hablaba del infierno, usté?

- Pues sí, pero en eso hay que creer, es más que todo una esperanza. Yo no puedo pensar que todos esos desgraciados que andan por ahí, sin arrepentirse de lo que hacen, no la vayan a pagar. Y no hablo de gente como tú, sino de los verdaderos maleantes, los corruptos, los asesinos, los opresores, eso es la fe...

- Hasta aquí llegamos, mi tata. Por estos lados hemos aprendido que esa gente no la paga nunca. Se van con la señal de la cruz y los santos óleos para la tumba, en ataúdes de un millón de dólares, y los pueblos les aplauden y los celebran, o se olvidan de ellos, sin rencor. Lo que yo le quería decir es que lo que aquí se hace mal, se tiene que pagar aquí, y para eso toda la teología no nos vale nada. Pero no se preocupe, padrecito, usté no tiene nada qué temer, tampoco debería de sentir pena, ni por pertenecer a esta organización de ladrones y viejos corruptos. De hecho, yo creo que usté tampoco tendría que confesarse, si algún día lo obligan; al menos por lo que me acaba de decir. Me gustaría darle la mano, pero tenemos esta carajada de madera de por medio. Créame que hoy aprendí mucho. Valió la pena. Muy bonita la iglesia, también. Bueno, adiós. Cuídeseme y no se deje joder, que en el mundo hay mucha mala sangre. Y gracias.

Salió del confesionario acomodándose la faja y metiéndose las faldas. Echó otra mirada a la iglesia, que estaba bonita, y siguió su camino hacia alguna soda, o alguna cantina, donde dejaría terminar la tarde.

Setiembre '10

miércoles, 8 de septiembre de 2010

De la tradición caníbal /2


La búsqueda eterna e infructuosa

engendró un súcubo que deboraba infieles.


Primaba la lluvia. Preludio de un velo brumoso que más tarde impregnaría las cercas.

Se observaban verdáceas pasturas, aromatizadas con clichés y estéticas trilladas, en las que el adobe abría el paso a la madera y al piso de tierra. En el barro dormían los chanchos, refugiándose bajo las tejas de las gotas que despiertan a los moscos. El ganado se ocultaba bajo los jaúles o el poró crecido, y las lucecillas de a media tarde llamaban a los abejones, bailarines ebrios del nimbo que desafían en su tosquedad las leyes que rigen el aire.

También otros seres circulaban la luz intoxicados en un vuelo necio: zancudos, polillas y un grupo de hombres atentos a los charcos que golpeaba el aguacero.

En las mecedoras, atadas en su vaivén a la humedad y al tiempo, acababan un cigarro cada uno, encauzando la vejez en los surcos que les marcaban el rostro y que evidenciaban años de fatiga. La alopatía de aquella reuninón era el diálogo, que interrumpía a veces una risa corta, una bocanada de humo o un manotazo para espantar a los moscos. Otros estaban de pie, apoyados en la cerca que era el linde entre el hogar y la interperie, inyectando lacónicas interrupciones al diálogo que parecía fluir entre los que estaban sentados.

Otro más estaba por sumarse al sínodo, luego de sacudirse las gotas y escurrirse los cabellos. Era neófito a la tradición de la tertulia. Proveniente de un terruño empapado con banano, caña, oloroso ese día a madera y a una cerdaza que aguantaba enjabonadas fieras y conscientes, saludaba.

Reciénllegado, Roy era el único que se ahogaba en el torrente de la soltería, grueso estigma para alguien de su edad en aquel conglomerado de montañas. Poco amigo de las meretrices, despertaba siempre la sospecha de ser maricón. Su llegada por lo tanto era suficiente para que las mujeres invadieran la conversación, y que los hombres lo acusaran entre bromas de follarse vástagos, encerrándolo en las prácticas adolescentes del monte brumoso. Acto seguido, las caracajadas cercenaban el berrinche de la lluvia.

Ellos, que habían inaugurado el desfile de su prole desde los catorce años y que se alegraban de no tener que pagar más de dos pensiones por criterio alimentario, acumulaban la autoridad para reírse de él, construyendo con naipes y risas la hombría que orbitaba sus caderas y difundía su celebérrima reputación entre hembras y cantinas.

Normalmente, Roy bajaba los ojos, reía brevemente y ocupaba una esquina ensombrecida hasta que el afán de la burla se difuminara; pero esa tarde no tenía motivación para emprender efugio de las risotadas.

Al lado de su anafre, la noche anterior, mientras recalentaba una sopa de mondongo que prepraró la hija del otro peón, oyó que una mujer cantaba. La melodía, extrañamente, se alternaba con los relinchos de una yegua en celo que era tomada por el semental. Pero el Pastelo había sido apartado, Roy mismo había cerrado los portillos del corral, pues el ruco no podía conocer yegua hasta dentro de tres días; lo había dejado claro el mandador. Ahora se iba a ganar un problema, recién llegado y recibido con tanto ahínco por los primos de su antiguo jefe.

Sobra decir que salió de inmediato, despreciando el aguacero, armado con mecate y una linterna a pilas que le dio el mandador. Llegó al corral del Pastelo, que estaba agitado y erecto, goteando esperma de la verga, pero solo. Husmeó los alrededores y fue a ver el corral de las yeguas. Permaneían apacibles, algunas apoyadas al potranco y otras solas, sosegadas por el aguacero y la nocturnidad. Dio algunas vueltas y pensó que informaría en la mañana al mandador, luego de asegurar el portillo del Pastelo con otro mecate.

Antes de poder interrogar al semental sobre cómo había salido del corral y cómo había logrado entrar de nuevo, oyó el canto de mujer que antes lo había perturbado. Apuntó la linterna en todas direcciones, buscando arrebatarle a la noche el misterio de aquella canción.

Luego de algunos instantes de angustia, oscurecidos y empapados con agua llovida, logró distinguir un manto blanco que se manchaba de la noche persistente. Se acercó temeroso, y con el haz de luz de la linterna develó el contorno de una hembra que cantaba. El miedo no le prohibió apercibirse de las curvas pronunciadas que la tela apenas cubría, dejando asomarse los pezones y el vello abundante del pubis, ensanchándose y contrayéndose al son de un respirar ocioso.

Su mente fue azotada entonces por los mitos que atravesaban aquellas montañas y las piernas comenzaron a cederle —Tantas mujeres remojadas en leyenda, habitantes de lo umbrío y del desquicio—. Lentamente, la linterna fue revelando el rostro de la fémina, en el cual Roy proyectaba las lágrimas purulantes de la Llorona o la maraña de pelos de la Tulevieja, pero se sorprendió al revelar la luz rasgos marmóreos, una boca ardiente y ojos dulces que empataban una mirada profunda.

El canto había cesado, incluso antes de que pudiera notarlo, y en esos mínimos instantes, ella se dedicaba a mirarlo, sonriendo casi.

La distancia se acortó entre ambos y las manos de Roy se posaron sobre sus senos, repartiendo por el aguacero esquirlas de luz que burbujeaban desde la linterna. Sobre el catre era ella la que dominaba, enmudeciendo la lluvia con gemidos estertóreos, aprisionándole las manos. Le hería los ojos con los senos y comenzaba a mordisquearle los hombros, el cuello. La marea entonces empinaba y él sentía el pene adormecido mientas los gemidos se hacían ensordecedores. Observaba luego que los ojos iban enrojeciéndosele, y que los mordiscos se volvían punzantes, dolorosos. Cierto que pudo intentar liberarse cuando ella giró sobre el eje de su pene y comenzó a saltar desenfrenada mientras su respiración la cortaban súbitos bufidos; y sin embargo no lo hizo, sujeto al goce de aquel tironeo.

Comprendió entonces que era ese sonido el que había tomado por los relinchos celosos de las yeguas que el Pastelo penetraba. Temió, pero el placer lo ató al colchón gastado que amortiguaba los saltos de aquella criatura. Posó las manos sobre su cintura y le hundió las uñas, mientras ella le pateaba los costados, saltando más violentamente. Lo hundía entre sus labios empapados, que se contracturaban, preludio de fuertes balidos. Roy adolecía de un placer que no encontraba límites. Se asió de sus crines y se incorporó para abrazarle el cuello mientras ella intensificaba el brincoteo y sacudía la testa, pringando el suelo con las babas de su belfo.

De pronto aquella se volvió, aprisionándole el torso con las piernas, mientras intercambiaban mordiscos hirientes y ella se abandonaba a febriles temblores. Le enterraba las uñas en la nuca y lo ahogaba entre los vellos de su pecho. Roy estalló en la boca de su útero al ver que ella trascendía el punto del orgasmo, y luego besó su cuello peludo mientras su amante se desvanecía, roncando, aunada a los espasmos que le apretaban el vientre.

“Sos una bestia”, sentenció cuando su rostro fue de nuevo humano; de seguido se levantó y se echó el manto húmedo encima, antes de entregarse nuevamente al aguacero.


Roy les mostró los vestigios de aquellos mordiscos, las huellas de los aruñazos, y el síndodo fue compelido al más impávido silencio. Entre los hombres se miraban, arrastrados por la confusión, pero el estupor no daba pie a la duda, y las interrogantes se colocaron en el púlpito del oratorio.

La historia de Roy carecía respuestas. Cuál era su paradero; qué había hecho luego de atravesar la puerta y dejarse al temporal; quién era y qué nombre tenía. Los hombres se dedicaron a increpar por los detalles, a imaginarse esa mujer bestia que en la cama se tragaba hasta el más macho, cuyo umbral del dolor se extendía hasta aguantar la verga de un caballo, y que saltaba como fuera de razón, arrugando el mundo con los gemidos poderosos de una yegua en celo.

Todos comenzaban a desearla, admitiendo que nignuno conocía mujer así, que la más promiscua entre aquellos charrales se quedaba chiquita a la par de esa hembrona invencible. Examinaron de nuevo los mordiscos y continuaron fumando, interrogando, figurándose a aquella fémina monstruosa que comenzaría a quitarles el aliento, la calma, mientras despiertos se soñaban consumidos en sus piernas, halándole las riendas y la cola mientras le inflingían relinchos tras cada estocada.

Esa noche cada uno volvió a su mujer y la llevó al más atónito rincón del gozo; algunos fallaron, sin embargo, presas de la sobrexitación, y protagonizaron una irrupción de muy pocos segundos, seguida de palabras comprensivas y perdones maternales.

Julio ‘10

lunes, 2 de agosto de 2010

Justicia /1 Lo Primitivo


Llamando a consejo a todos los Ahuab, Cuchumaquic les dijo: “Esta es mi hija, que ha procedido con deshonestidad

Popol Vuh, Codex Trocortesianus, XIX

Quod si quispiam contra hoc venire temptaverit, cum ira et severitate Dei omnipotentes beatum Arnulfum, in die universales iudicii cum omnibus sanctus, distrctissimum contra se habeat accusatorem.
Acta de San Anrnulfo, a. 968



A tan femeninas, inflexibles centinelas




Esperaba mi comida mientras escribía la carta, avituallado con mi uniforme escolar. A un tiempo imaginaba cómo los directores del Museo de Jade y del Museo Nacional se ahogarían entre aquella hojarasca de vacuas palabras; echarían la cabeza hacia atrás llevándose los ojos a la nuca y no pasarían de la tercera epístola. Estimado señor: por medio de la presente quería disculparme por actuar mal el viernes veinte de octubre del presente. Discúlpeme por favor, no era mi intención tener un mal comportamiento. No volverá a pasar. La próxima vez que vaya al museo me portaré mejor. Atentamente, Felipe Chávez, Adrián Saavedra, Alberto Guiyer, o cualquier otro escuincle.

La semana anterior, el grado había organizado uno de esos excepcionales ejercicios de contacto con el mundo. Un par de busetas fueron rellenadas de trebejosos infantes, viscoso tequio para las maestras a cargo de aquella excursión. Con el fin de salpicar un poco de cultura en los preadolescentes visitaríamos dos museos en la capital. El reto para las docentes era lograr proteger a los niños del mundo real y al mismo tiempo pasearlos por las calles josefinas. Ya habiendo ensayado los planes y convencidas de su autoridad, inauguraban el paso de la caravana desde Chile-Perro hasta a San José.

Como consecuencia de tan deliciosas necedades, bautizadas diacronía, hipertexto, o crono-exfrasis, o como simple manifestación impúdica de lo azaroso, el Museo Nacional hubo organizado una exposición en la que estelarizaban las expresiones de la sexualidad indígena. En las salas de aquella fortaleza de la historia —ara elegíaca de la ruina— pululaban por doquier enormes penes, ídolos femeninos provistos de frondosos senos y vaginas abiertas, esculturas de la cópula y demás trebejos porno-prehistóricos que extasiaban la mirada de los escolares. Las maestras ensayaban una artificiosa naturalidad, tragaban un nudo, sonrojándose, lanzándose miradas cómplices, invadidas por la inhibición y la necesidad de una estruendosa carcajada. Los niños señalábamos, mirábamos, nos absteníamos de tocar, evidenciábamos con la pueril malicia lo insondable de nuestra inocencia.

En un giro naturfacto, los hombrecillos aprovecharon el escándalo en los ojos de las niñas. Afluían las bromas y el torpe coqueteo; las alumnas escondían con una cortina de asco la curiosidad y el griterío hormonal. Ante los falos nervudos y las vulvas dentadas, las risas devenían sutilmente carcajadas. En un acto exógeno, compelido por la desesperación, una maestra se dirigió al guardia con el fin de interpelarlo sobre semejante contubernio. El sujeto respondió con tranquilidad, la solución más evidente era sacar a los niños de la sala, evitando exponerlos a tan inconmensurable obscenidad. Comenzó una secuencia de empujones y de órdenes que rompieron el paso sesudo y el silencio endémicos de los museos. El espontáneo ajetreo escindió la pavada de la primigenia experimentación, y la estampida que siguió devino incontrolable.

La emoción fue preámbulo a un relajo generalizado. Los niños comenzaron a repartir empujones, bromas, insinuaciones. El desorden se adueñaba de la partida de rapaces que trebejaban la paciencia de las dos maestras. Atados a sus bullentes corpúsculos, al filo de un desbordamiento onírico, no lograban controlar los efectos de su turbación. Y las ‘filas indias’ se desperdigaban, terminando algunas boronas en el flujo de las otras gentes; las voces aumentaban su volumen y se acompañaban de risotadas, pellizcos y chillidos estertóreos. Entrando al segundo museo, la volubilidad asesinó todo apaciguamiento, y comenzó entre los niños una persecución mutua que embarraba el desasosiego por igual en los niños y las señoritas . Todos nos sumíamos en la danza torpe de libélulas en celo, circunnavegando piezas centenarias, dados a la vía de los estambres. En cada esquina del museo se desfondaban malabares y jaleos, prorrumpiendo reproches de las maestros y los guardias de seguridad. Pero en la danza en pos de la ataraxia devenían imperceptibles los llamados a la endosis.

La algarabía fue sacudida por el ultimátum. El rumor de un terrible castigo correteaba el aire denso del elevador, que descendía. Los niños cruzaban miradas, algunos compartiendo la ansiedad, otros cómplices de una sorda risotada. Había quienes se aferraban al espor de una amenaza vacua y quienes tenían certeza de la inexorable reprimenda. Las institutrices discutían en silencio, mesurando la severidad de su respuesta, identificando a los culpables, vertiendo sobre ellos una frustración desatendida.

Mientras en aquel museo se desprendía nuestra libido primigenia, atada a lo que entendíamos como inocencia indígena, de vuelta en la Casa del Castigo, el parapeto de las maestras se hacía brillar. Al fondo se alzaba un ejército de cruces y se revelaba la divina decisión; ya la mano había sufrido el ardor de la ordalía. La institutriz superior dictaba el veredicto. Dado que los varones son los portadores de la turbación y su sexo a esa edad comienza a llenarse de concupisencia insana, el desorden, las mutuas persecuciones, los pestañeos incesantes en aquélla lúdica connivencia, las ganas y la excitación eran obra de esas criaturas.

Los infantes provistos de pene permanecerían una semana sin recreo de medio día, escribiendo cartas de disculpa a las autoridades culturales. Las demás disfrutarían de su recreo, libres en un ambiente sin amenazas sexuales. Así, pensaba el personal castrense, recuperarían su inocencia de princesas.

Aquella situación comenzó a tejer sobre las niñas intangibles delantales. Para ganarse el favor de los varones, las princesitas se dispusieron a traer de la cafetería bocadillos y refrescos para la prisión improvisada. Tomaban los pedidos antes de que sonara la campana, y con disposición servil se entregaban a traer los alimentos. Tocaban la puerta cabizbajas y le daban el encargo a la maestra, objeto de obligatorios agradecimientos, cumplidos y en ocasiones hasta algún desplante por haber traído papas de otra marca, mango cele sin limón, o haberse demorado demasiado.

Habrá que celebrar la educación primaria. Cada uno ocupaba su lugar. Los cautivos, suprimiendo el deseo tocarlas, las veían venir todos los días quince minutos luego del comienzo del recreo. Las doncellas, libres del contacto con posibles corruptores, iban arropadas con el manto de su futura, conyugal maternidad.

jueves, 8 de julio de 2010

Trozo /3


— Más sangrón le resultaba a Borges la solapada dominación gringa que el imperialismo nazi; no es de extrañar, Chacón, si entre Kong Fu Ziu y Schopenhauer sólo hay diferencias de estilo. Lo sabían todos los hombres antes de entender que el universo se extiende de forma infinita; ese hipertexto es mucho más que intersubjetivo, Bakhtín se nos queda corto, eso… lo que sentimos en ese espacio entre la pura visceralidad y la conciencia racional (o la pura conciencia, ese Bewußtsein de Hegel) eso es algo que nos precede, al menos como seres reflexivos; es anterior a la historia; es, contra todo lo que cualquiera pudiera pensar, netamente, esencialmente, propiamente humano. ¿Ves porqué ese hijueputa de Heidegger no andaba tan perdido?
— Sí, maestro, pero eso no es lo que yo leería en Pasternak
— ¿No era a Stapledon que estábamos discutiendo? —entonces ambos hombres fruncían el seño y alejaban la cabeza del torzo, hundiendo entre los hombros la barbilla. Accesos de hipo les influían un peso órfico en un párpado mientras junto a ellos, lejanísimas, las repeticiones de las tres anotaciones capturaban la atención de la cantina. Cantina que bajo el título de salón familiar estibaba un enorme volumen de derrotas y de sueños, preservados en un vinagre de nocturnidad y borrachera que invadía la capital en forma de un stuil hedor a añejo; tufo que hacía de esa esquina el corazón de un recoveco, uno de esos semiatados nódulos del tiempo que perpetúan las sonrisas de las gárgolas y la forma de los adoquines, y que en esta ciudad encadenan al hoy las voces de lo antiguo —que ha dejado colarse lo novísimo por entre el engranaje del progreso, arrojando un tejido de centros comerciales y lotes baldíos que se adhieren fuertemente a un colonialísimo victorianismo que parece sostenerse al filo de una pubertad estertórea. Pubertad en la que se sufre más que se procura la emergencia de vellos, espinillas, torres de oficinas, malles o heliopuertos, la que ha dejado en esa capital un renovado decó repleto de fisuras, por donde se asoman las ruinas más modernas, los vestigios más actuales, y por donde se filtran los hedores de la fritanga, del café, de la basura expuesta, de los extranjeros que se rebalsan desde la Plaza de la Cultura, del polvo de añoranzas que se acumulaba en Soda Palace, del humo de los buses en Avenida Segunda y de la alopatía de una mitigación perpetua, la que en su incompletitud hiede a un celebrado aliño que impregnará para siempre al Barrio Luján.
— Es que Monterroso siempre ha tenido razón, Everardo, aun antes de haber nacido: lo nuestro es una cultura lacustre: una pseudoconciencia llena de lagunas
— ¡Salud! —Apuntaba a la grandilocuencia con el vaso en alto
— Salud, mi hermano, salud —decía Chacón con los ojos cerrados, portador de un saco roñoso de corduroy púrpura y un pantalón de casimir que arrastraba por el suelo junto a una pesada pensión alimentaria.
— Todavía aquí, borrachos, hechos picha, abandonados por esta mierda ingrata —señalaba entonces al mundo girando los brazos. — Aquí, dejados a morir, nadie nos quita lo único que en esta hijueputa vida vale la pena, Chacón… ¿sabe qué es?
— ¿Qué es, papá?
— ¡Lo bailado! —sentenciaba con ardor El Rojo mientras se inclinaba sobre la mesa y miraba a Chacón por entre sus cejas pobladas. — ¡Nadie nos quita lo bailado! Y yo en esta vida lo he visto y hecho casi todo… Y ninguno de estos desgraciados me puede quitar a Heine, a Apollinaire, ni siquiera al hediondo de san Abelardo; nadie me puede quitar los recuerdos de aquellas mujeres hediondas a perfume urbano, en París, en San Petersburgo… ¡en Desampa! ¡Eso es mío! Es que, sólo al desalmado de Orwell se le podía ocurrir algo tan macabro, tan denostoso del valor humano como que te priven de eso. (Chacón piensa que también a Kafka se le había ocurrido). Por que lo que es a mí, don Vicente, a mí no me lo quita ningún alma en esta tierra, ¡nadie! Por eso me hundo en esta borrachera de mierda; con usté, con mi hermano, el único que todavía asoma la cabeza, porque todo lo que he visto lo dejo ahí —Decía, señalando la botella con un breve avanicazo de los dedos. — Y ahí se queda, flotando en ese petróleo refinado, en ese diesel del alma. Nadie entiende, Chaconcito, nadie. ¿Qué es eso de tomar para olvidar?, ¿dónde se ha visto semejante cosa sino en una película de charros de los años cincuenta amenizada por la voz de Pedro Infante? ¡Así toman los que han perdido mujeres, no los que las han dejado ir! Así toma el lumpen o al que le han quitado todo desde que nació y no sabe lo que es poseer, aferrarse. Pero esos hijueputas terminan borrachos de Cristo, gastando los días en las reuniones de alcóholicos anónimos, reencontrados con las familias entre besitos y abrazos, regocijándose en un nuevo comienzo de mierda. Casi que les hacen un especial en canal 6, a moco suelto, y luego se los ponen a este montón de hijueputas — decía alzando la voz y señalando con el mentón a la congregación de la cantina. — para que se contenten con la esposa y no vengan durante quince días. Ya después, los tiene usté aquí otra vez, quejándose de la misma mierda, llorando penas como ese estropajo — decía señalando al Tébis. — Yo, yo tomo para todo lo contrario, pa’ que lo qu’es mío no me lo quite nadie. Pa’ que de vez en cuando, borracho, o sobrio, se me asome Aleixandre y me recite enamorado una evlogía de Segismundo, p’acordarme d’Irina o del gatico pelirrojo de la otra, de Sonia. Tenés razón vos, o quien putas lo haya dicho, que ya antes de nacer estaba en lo correcto…
— Ojalá que pierda México — decía entonces Chacón, seguro de haber escuchado a El Rojo mil veces diciendo lo mismo, afectado por distintas inflexiones, aguzados algunos detalles y, sin embargo, lo mismo. Un casi innecesario manifiesto existencial, como justificando su alcoholismo frente a su más viejo compañero de copas, diluyéndose en aquel soliloquio como bicarbonato de sodio en jugo de limón.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Cegua/I


Soy la Siguanaba,
la que en el bosque umbrío
y en la silente noche
[elevo mi cantar.
Sobre los bejucos
a la margen del río
balanceo mi cuerpo
[en el claro lunar.

La Siguanaba, canto popular guatemalteco



¡La ví!, ¡la ví!

La Cegua, relato popular costarricense



Podía decirse de Daniel que era un tipo tranquilo. Tenía sus extravagancias, claro está, pero nada imperdonable. Solía rodearse de amigos para explanar largas reuniones etílicas que comenzaban en algún café al filo de una nueva anécdota, un disco recién adquirido, o la exhumación de algún músico del siglo veinte. Bebía cerveza negra y dedicaba los fines de semana a deambular por San José.
Era para muchos el blanco de una envidia ponzoñosa. Confiado, labioso y de un físico excepcional, Daniel no hacía sino pararse en alguna esquina y ver cómo sobre él se cernía una tempestad de mujeres dispuestas. Sin ningún esfuerzo robaba suspiros y hacía hervir la sangre de las mojigatas. Es de suponerse, pues, que Daniel había pasado la mayoría de su vida envuelto entre las sábanas, rodeado de brazos ardientes y cuerpos sudorosos, y que a lo largo de ese extenso vaivén de caderas, vellos y gemidos, había llegado a dominar los ardides eróticos.
Pronto acrecentó su fama de amante entregado y de buen rendimiento, haciéndolo acreedor de un inacabable deleite en números exponenciales.

Durante años Daniel recorrió San José, y de todos los bares que hubo frecuentado, la Chicharronera Rancho Alegre le pareció el ideal para efectuar sus conquistas. Así, durante tres años y cuatro meses, cada noche en que visitó aquel bar emergió con una nueva acompañante; y a medida que su renombre se acrecentaba la belleza de sus compañeras se afinaba más, hasta que salía sólo con sílfides, modelos de revista y voraces bailarinas, todas de un aire orgulloso, inalcanzables para los demás mortales.
Al cumplir los veintinueve, Daniel ya había pasado por todas las miembros de la academia del Barco, las titulares de la Compañía Nacional de Danza, la de Teatro, las princesitas de la Promenade, las artistas de las universidades públicas, la Véritas y la Creativa, además de pintoras, poetizas y arquitectas consagradas. Aseguran incluso haberlo visto en un bus con la mitad del Ballet de Belgrado hacia el final de su gira centroamericana, y corría el chisme de que alguna mañana los botones del Hotel Aureola debieron soltar las amarras que lo ataban a la cama de la suite de Ivete Sangalo.

Una noche de abril, sin embargo, la suerte pareció cambiarle.
Salió temprano hacia su bar predilecto, y tras haber pasado el área brevemente iluminada de la entrada --donde un fortachón requisaba a quienes concurrían en esa puerta de la Calle 11-- penetró al interior de “la Chicha”. A la derecha unas escaleras conducían hacia la nada, suspendidas en hilos de vaho que las ataban a un desván obsolescente. Seguía un pasadizo que conectaba la puerta con una pequeña salita y con la párvula pista de baile. La barra —empalizada de bancos rodeada de astillas— amasaba espejos y botellas conjuradas por lo voluptuoso. En el local la tenuiad era tan precisa que debía de ser accidente pues, a pesar de las luces del escenario y las dos pantallas en las que corrían cortos animados o videos de patinetas, los rostros a lo lejos parecían difuminarse; chorreados de rojo o pringados de luna, todos se veían más bellos, y ya en la cercanía se acentuaban sus curvas, contrastabánse sus sombras y los rasgos encontraban equilibrio. Nadie parecía ser feo.

A Daniel le gustaba colocarse a lo largo del pasillo, apoyando los brazos en un borde, una pierna contra en la pared y la vista recorriendo el salón con aire indiferente. Mas esa noche, antes de ocupar su habitual esquina, una mujer le sonreía en la barra con tono invitante. Daniel, experto en ese baile de miradas, continuó la transacción sin inmutarse, y ya con la cerveza en mano, volvió la atención al pasillo dando media vuelta y entregando por cortos instantes la espalda a la mujer que lo miraba. Luego, con el rabo del ojo notó que ella repartía su atención entre su bolso, sus manos y él, escondiendo la mirada entre el cabello. Dejó pasar unos segundos y se volteó pretendiendo no haberla notado. Miró por sobre ella y luego bajó las pupilas hasta encontrarse con las suyas, arqueó una ceja dejando atisbar su interés, y con forzada despreocupación le dijo “disculpá, ¿no querés una cerveza?”. La mujer fingió sobresalto, incluso escándalo, y de seguido aceptó con un bosquejo de sonrisa.

El tiempo discurrió con rapidez y para cada cosa que ella comentaba, Daniel tenía la respuesta perfecta; así la incitaba a continuar, a perderse en sus propias palabras, a sentir que con él se vivían los instantes más cómodos, durante los cuales ella podía deshacerse de todos los velos, presentarse tal cual, abandonarse a un catártico ejercicio y dejarse tomar, libre de toda atadura.
Pero ésta, si bien había seguido el camino hasta casi el final, no parecía dar ese paso imprescindible en el que terminaba por rendirse. Daniel se acercaba, le tomaba brevemente la mano, le acariciaba los hombros, una rodilla, se reía mientras le recorría los rizos del cabello; pero ella sólo sonreía, sin timidez, mas también sin deseo, y le contestaba tocándole el pecho, como se le toca a un amigo, a un hermano.

Desde hacía mucho tiempo Daniel no topaba con un obstáculo así, casi infranqueable, y una cierta molestia empezaba a invadirlo. La idea de perder esa racha de tres años y medio lo aterrorizaba; pero sabía que, de forzarlo mucho, todo podía llegar a un final desdichado.
Decidió tantear terreno; tal vez alguien le había hablado mal de él, alguno de tantos que odiaban su éxito. Pero al preguntarle su origen supo que ella recién había llegado a San José y que venía de alguna parte a donde su fama no se había extendido. Entonces siguió tratando, horrorizado al pensar que volvería a su casa solo por primera vez. En múltiples oportunidades cambió de estrategia, invitándola a cerveza tras cerveza, agotándosele los temas, las anécdotas, los chistes. Había comenzado inclusive a sudar, sin darse cuenta, y se preguntaba cuánto más aguantaría su tarjeta de débito; pero era incapaz de darse por vencido.

Tras horas de angustia, ella le otorgó otro tipo de sonrisa.
Ya satisfecha, sabiendo que lo había puesto a prueba durante suficiente tiempo, lo tomó del cinturón y le atacó violentamente el cuello. Daniel pudo apenas contenerse cuando ella subía con su lengua desde su clavícula hasta su oreja, lamiéndole el lóbulo entre dentelladas mientras le decía: “vamos. quiero cambiar de lugar”. Con el alma vuelta al cuerpo, Daniel la tomó de la mano y se dirigió con ella hacia el bar El Morazán, donde pensaba calentar con un poco de baile y llevarla finalmente hasta su casa.
En el trayecto, sin embargo, ella le tomó la nuca y lo condujo hacia a un beso profundo en el que su lengua dibujaba serpentinas y sus manos se adueñaban de su espalda. Daniel apenas emergió de ese delicioso trance, tragó con esfuerzo y tomó aire. La miró recorrido por escalofríos innumerables, y ella le acarició el rostro, le tomó la mano y lo haló en silencio hacia el Parque España.

Iba tironeado por un deseo que lo llenaba de temblores, y podía apenas caminar por causa de la rigidez que invadía su entrepierna.
Pasaraon debajo de Avenida Tres y, salidos apenas del túnel, los golpeó la luz. Ella lo miró brevemente y Daniel notó que su ojo izquierdo parecía haberse hinchado; procuró entonces examinar su mirada y vio con terror que sus pupilas parecían haberse alargado y atravesarle los ojos de forma horizontal. Entonces se detuvo. Ella se volteó hacia él con expresión turbada y le preguntó si todo andaba bien, y en ese instante Daniel la miró fijamente a los ojos para cerciorarse de que nada extraño estuviera ocurriendo. Debían ser tantas cervezas, los nervios, o la tensión que durante horas lo estuviera acribillando; no había nada raro en aquella mirada de ojos verdáceos y lujuria en flor. Más tranquilo, le sonrió y continuó su paso, abrazándola mientras ella manoseaba su muslo y luego con firmeza le tomaba el pene.

Como por instinto encontraron un espacio entre la maleza del centro del parque. Ella lo sentó espaldas a un árbol y se sentó sobre sus muslos con una pierna a cada cada costado. Daniel la bebió con vehemencia y vertió su deseo sobre su cuello, sus senos, su vientre, mientras ella encorvaba la espalda, entregada al altar de su propio suplicio. En un instante recogió su cuerpo y envolvió a Daniel entre sus brazos, colocandándole la frente entre sus pechos. En ese momento sintió que su fuerza lo aplastaba, y ya angustiado comenzó a escuchar un ingrato crujido que se asemejaba al de un bambú astillándose al tiempo que se casca una nuez contra otra.
Con el rostro inmóvil, se percató de que el sonido no eran sino huesos que se iban quebrando, acompañados de ligamentos que se fisuraban como un hule viejo. Daniel apenas pudo retirar la cabeza de entre los senos de quien lo apresaba, para notar solamente que el maxilar se le hinchaba mientras se iban formando en sus pómulos bubas infectas. Su mandíbula se había desmontado y le colgaba a la altura del pecho, para comenzar luego a fracturarse, hueso por hueso, rompiendo la carne y alargándose hacia el frente, haciendo que el pellejo se rasgara y supurara una pus blanquecina. Sus dientes se aflojaron y fueron desprendiéndose uno a uno sobre la frente de Daniel, que sentía cómo los molares cubiertos de carroña le bajaban por el rostro y le dejaban en los labios una baba hedionda. Luego miraba, repleto de lágrimas, cómo se le rompían las fosas nasales, luego se hinchaban y eran invadidas por vellos purulentos.
De seguido, un belfo aguado sustituía sus labios y debajo de aquella carne, grisácea, de la que saltaban pelos y verrugas, las encías desnudas comenzaban a abrirse y a soltar sanguaza; luego se asomaba una línea viscosa entre la carne tierna y emergían grandes dientes envueltos en un jugo séptico. Daniel luchaba por soltarse mientras veía que el cuello se le estiraba imitando el ruido que produce un espinilla al estallarse.
Ella lo tomó del pelo y lo sacudió al tiempo que su pecho se repletaba de canas y venas hinchadas; luego emitió algo así como el gruñir de una cerda que pare, mientras iba quedándose calva. Daniel entonces se aferraba a su cintura como un niño que busca refugio, arrepentido de existir, suplicando entre gritos y sollozos, apretando con fuerza sus puños y sujetando el pasafajas de su pantalón. Entonces, con violencia ella se asió de sus hombros y soltó un espantoso relincho que hizo vibrar las paredes de la Escuela Metálica y los zifones de la Fábrica Nacional de Licores. Y como si no lo deseara, le clavó los dientes a Daniel en el trapecio y de un tirón le desgarró la carne influyéndole así halaridos estridentes.
Sofocado en lágrimas, babas y sangre, sólo instantes antes de desvanecerese, alcanzó a suplicar “por favor mami, perdón, perdón, ya no lo vuelvo a hacer” y continuó besando los pechos de aquella quimera, hedionda a caña y a boñiga.


De pronto se encontró abrazado de sí mismo, temblando y sumido en un llanto insondable. La herida le sangraba y los pantalones los tenía embarrados de excremento y meados. Se puso de pie y se llevó las manos al rostro, percibiendo el mundo como si fuera la primera vez; comprendió que vivía, que aún estaba ahí. Entonces vomitó largamente, sostenido del mismo árbol que hacía un rato fuera la estaca de una horripilante hervencia. Emergió de la maleza vociferando un “auxilio” que se ahogó entre las conversaciones, los ‘beats’ y el pasar de los autos.
Trastabilló hasta cruzar la calle y de allí buscó subir hasta el cuartel de policía aferrado a las piedras del muro que elevaba la Avenida Tres. Empapado de lágrimas, llegó a la esquina sobre la que se alza la Escuela Metálica y se echó de hinojos; luego se deshizo en una imploración que nadie atendería.
Apoyando la espalda sobre el muro, se sentó y se palpó la herida. Respiraba con dificultad y el llanto cortaba su aliento; echó entonces la cabeza hacia atrás, relajó los músculos y echó un vistazo al Paseo de las Damas. Los árboles buscaban alcanzarse y las paredes de ladrillo rompían el influjo de la luz en una infinidad de sombras. Los vitrales de Key Largo querían engullir al Parque Morazán, y el Templo de la Música curvaba el tabernáculo celeste.

A lo lejos escuchó un ruido que trascendía el murmurar de lo urbano: los cascos de un caballo golpeaban el asfalto en un andar ocioso. Parecían acercarse, acompañados de bufidos breves, venidos desde el frente de Casa Amarilla. Cada vez más cerca. Extensos en su vaguedad, bulla de lo ineluctable, iban empujando a un transe órfico de notas blancas. Daniel cerró los ojos, inútil en el horror que lo paralizaba, y escuchó la risa lacrimosa de una mujer que devenía en denostos relichos. Quiso entonces convencerse de lo inevitable y se limitó a escuchar el golpeteo de los cascos; seco; hiriente.
Y mientras temblaba, el trote parecía acercarse; sin llegar, siempre parecía acercarse.

miércoles, 27 de enero de 2010

Telémaco

Oh, do come out of that jug, and tell me,
do yo know where they have put my shadow?

J. M. Barrie



Como si la noche se estuviera derritiendo
y se colaran sus esquirlas a través de la tela celeste,
vio el asomo de las nubes
que se despedían reiterando una perenne bienvenida,
procurando,
compeliendo
a un mundo que alentaba detrás de las velas del barco.

Y redujo entonces sus suspiros,
esos accesos de anhelo,
esas añoranzas tardas.
Supo que atentaba contra un oleaje de sábanas que
orientaban sus arrugas lejos de sus piernas y así
ensanchó las puertas de las vías oníricas:
quieto,
huloso,
meneándose al tiempo de una brisa de bahía.

Hojeó los rostros que otrora habitara,
que gestuaban,
dejando adivinar lo antecedente,
trebejando el tiempo,
dúctil,
mascándolo y enredándolo en un vago litargirio,
deshaciéndose luego en sinécdoques y
reduciéndolo a la funda de su almohada.

Sobrevino de presto una faja de estrellas
que envolvió sus días horizontales
abandonando los amagos del reloj,
taladrando las columnas de la senectud,
de después,
de mañana,
de anciano,
aislándolo en ese momento,
preservándolo en la sal de mar:
versátil, flexible, flotante,
renovado en concurrentes hoyes que tabicaban los amaneceres.

Se supo eterno y rió,
prisionero de lo inagotable,
amo de todo lo que no se orienta y
que procura charcos de solaz y de bostezos.
Ungido en un aceite nacarado,
hediondo a pulpo
y a tifón,
mirando chorrear las estrellas
y pringar de luz la brea que
se cierne sobre aquellas páginas;
mezclando
y sorbiendo
un petróleo de letras nocturno
que lleva sus olas al pie de la cama
donde se maniata con mimbre una perpetua gestación...

sábado, 9 de enero de 2010

7/8


la máquina comienza a gruñir,
a masticar con avidez la materia extraña

Carlos Fuentes

- ¿Pero, qué hacen ahí todas esas sillas?
- Como pidieron, señor, ocho sillas de ruedas
- Pero si este vuelo con costos trae a quince personas, ¿usted cree que se necesitan ocho sillas de ruedas? Yo pedí una, no ocho; no sé si otros pasajeros las necesitarán
- No, pero si todas están a su nombre. Aquí está claramente, ocho sillas de ruedas, Ricardo Mora
- Bueno, vea a ver qué hace con las otras siete, porque una es la que yo necesito, aquí está el señor. Vení, Fernando, a las tres te pasamos. Una… dos… tres… ¡éccole, qua! ¿Qué tal, Nando, todo en orden, cómodo?

Fernando asentía con un bosquejo de sonrisa, agradecido con su cuñado por el detalle de viajar hasta allá para ayudar a traerlo de vuelta. Confundido, sin embargo, a causa de la abundancia de sillas de ruedas; ese número además, siete, tan cabalístico como los 312 caracteres que constituirían según los místicos el nombre de dios, tan trillado, tan recurrente, que perdería todo sentido, todo valor mítico, si no las tuviera ahí al frente, tan tangibles como él mismo, tan reales como esa enfermedad que le atacaba las rodillas y el cóxis, y lo había reducido a una de esas máquinas simples ---fatídicas--- cargadas siempre de maladía y debilidad. Él mismo imaginaba el cuadro, incluso lo llenaba de palabras, para contarlo después y sacar una risa a su mujer y a sus hijos, aligerando así la carga en la que devenía: Una clownesca caravana. A él, gordo, hinchado, desbordándose un poco de sí por los costados de la silla, lo seguía su cuñado que cargaba tres abultadas maletas deslizándose hacia la torpeza, y tras ellos, siete sillas de ruedas vacías que los escoltaban a través del aeropuerto.

El día era desdichado a causa de numerosas razones. Para empezar, los días posteriores al 20 de diciembre se volvían un infierno en cualquier aeropuerto, aun para quien tiene prioridad de paso. Luego, un intento de atentado en alguna de esas ciudades del centro de Estados Unidos había reforzado la seguridad y entorpecía el tráfico internacional. Además, no hace dos semanas se encontraba sano, dando sorbos a su whiskey fino, festejando el cierre de las operaciones anuales, visitando a alguna amante, satisfaciéndola. Hoy estaba en esa condición, temeroso de que el diagnóstico fuera certero y que la parálisis se extendiera a la columna vertebral, a los órganos vitales; acaso que se hiciera de toda su parte inferior, dejándole únicamente el recuerdo de lo que era el sexo. Y finalmente, porque dadas ya las condiciones de lo trágico, todo continuó saliendo mal: Su cuñado llegó a Managua alrededor de las nueve de la mañana, via San Salvador; un problema con la visa de entrada lo detuvo durante tres horas en el aeropuerto, sabiendo que a las dos de la tarde debían estar los dos de nuevo ahí, listos para viajar a San José. Ya superado el contratiempo migratorio, su cuñado esperaba encontrarlo casi empotrado en la ambulancia, listo para el viaje de regreso, y sin embargo la ambulancia no se había siquiera reportado. Tras numerosas llamadas, se enteraron de que cerca del tope sur de Montelimar, algún chofer desdeñó de la señal de alto y desalineó el eje delantero izquierdo de la ambulancia, hiriendo al copiloto y a un paramédico. Llegó entonces Fernando al aeropuerto en la parte trasera de una camioneta, amortiguado por una docena de almohadones, ayudado por cinco guardas de seguridad y cuidacarros que se coordinaban a gritos mientras aguantaban los ciento sesenta y cinco kilos que llenaba el hombre. Ahora, recién llegado después de múltiples atrasos, lo esperaban ocho sillas de ruedas junto a la puerta, como si pudiera depositar un poquito de sí en cada una.

Imaginaba que era la fuerza, la esperanza, el deseo de la propina lo que hacía que aquellos siete hombres lo siguieran, como epítomes de la inutilidad, pregonando con trompeta y estandarte “¡aquí llevamos un enfermo!”. Primero los odió, aunque con facilidad notaba la evidente comicidad del trensito tullido que lideraba cual locomotora grasa. Ya más tarde pensó en que disfrutaría verles la cara cuando sólo el primer asistente se llevara su propina. Pero antes de llegar al control de inmigración, sintió curiosidad. ¿Permitiría seguridad que avanzaran siete sillas de ruedas vacías, sin objeto, sin propósito? Y así fue. Entonces, les asignó algún valor. Ya no era claro el por qué de su presencia, aunque en su mentecilla empresarial el dinero seguía jugando un papel preponderante, pero daba ahora paso a más complejas, más trascendentales elucubraciones.

Cuando subieron al primer elevador pudo verlos nuevamente, desprovisto ahora de la sorpresa que inundó el primer encuentro. Quien los seguía inmediatamente era un hombre alto, de piel cobriza, pelirrojo y con la cara manchada de pecas. Fernando lo examinaba por encima de sus anteojos y no obtenía ninguna reacción; el pelirrojo sólo se limpiaba las uñas y se acomodaba la corbata. El tercero era un hombre pequeño, calvo, de piel oscura y ojos claros, probablemente un resultado de esa combinación genética que facilita la costa. Éste le sonreía y le guiñaba un ojo. El cuarto era un nene, no debía trascender los diecisiete años, y se ceñía de su teléfono celular como quien mama de la teta de su madre; probablemente enviaba mensajes a su novia alajuelense, quien le comentaba del encuentro más temprano con algún amiguito de secundaria, lo que le llenaba de rabia los ojos al chico y le subía los colores al rostro, mientras su dedo gordo tomaba velocidades astronómicas sobre el teclado. El quinto y el sexto habían hace rato entablado una conversación que consistía en pequeñas miradas, gestos casi imperceptibles, hondos respiros, levantamientos de ceja, sordos asentimientos y encogimiento de hombros. Parecían conocerse hacía años, haber compartido esta actividad monótona durante larguísimas horas, tal vez haber mitigado la abulia con algunos tragos de cerveza. Posiblemente ambos gozaban secretamente de lo insólito de las presentes circunstancias, tal vez sin saberlo; pero ese rato llenaría múltiples conversaciones en un bar o en las pausas tabaquistas, les otorgaría risotadas gratuitas, daría origen a múltiples versiones que se mezclarían en un collage de percepciones diversas, de contradictorios puntos de vista, les arrancaría incluso alguna perorata querellante, tal vez contra el pelirrojo, pues así –distraído- no era capaz de encontrarle la gracia al momento y sería tachado de idiota, de aburrido, de amargado, cuando en realidad a él ni esto ni la vida le importan un pito. Sonó el timbre del elevador.

Recomenzó así la caravana, en el mismo orden, mientras bajaban una rampa que conducía al reclamo de equipaje. Fernando intentó observar al conductor de la séptima silla sin éxito. Después de haberse volteado dos veces, su cuñado le preguntó si todo andaba bien, él asintió nuevamente y abandonó su objetivo. Encima de las tres maletas de mano que su cuñado cargaba –sin el más mínimo ofrecimiento de ayuda por quienes cargaban las sillas vacías—, otras dos maletas grandes debían de recogerse en la faja sin fin. Fernando supuso que esa nueva parada le daría la oportunidad de observar con cuidado al noveno miembro de su convoy. Se equivocó sin duda, pues sus maletas lo estaban esperando al filo de la faja, con todavía otro asistente que había sido compelido por la aerolínea a retirar todo el equipaje a nombre de Ricardo Mora y Fernando Calvo, que habían solicitado ocho sillas de ruedas y sólo dios sabe cuántas maletas traerían. Evidentemente este asistente fue depositario también de una pequeña propina, ante lo cual se dilataban los ojos de Cinco y de Seis. Quedaba aún un largo camino, rectilíneo sin embargo, y sabía Fernando que las oportunidades de descubrir a Siete se reducían considerablemente.

La maestría, la destreza para cavilar artilugios y trebejar artificios se vuelve acá innecesaria. Suponía Fernando que ya no vería a Siete y se resolvió a imaginarlo, de por sí sus elucubraciones sobre los demás no resultarían más ciertas. Lo imaginó un tipo cabizbajo, recóndito en su propio ser, inalcanzable por lo evidente del mundo, casi etéreo, sin nariz, sin ojos, sin órganos, libre también del detalle de una máquina soltera, engendrador de multiplicidad, de diferencia, libre del sexo, atado sin embargo a un ciclo vital de dos ruedas, a un camino que recorre un ocho horiztal. Titánico en su insignificancia, inútil, desprovisto de la voluntad de vivir, ajeno a esa voluntad, superior a esa voluntad…. eterno, desconocedor de lo fatal, libre en el tiempo, atado a un perenne presente, sin memoria, sin deseo, sin voluntad, más viejo que sus antepasados, más joven que su descendencia, desvinculado de lo fáctico, inconsciente de lo factible, como indeterminado, poseedor de una voz penetrante, una voz atravesada por todos los discursos, palabras de todos los tiempos, sin idioma, sin gramática, una voz pura, ingraficable, empujando aquella silla, escoltándolo al mismo tiempo que escolta a otros miles, como deviniendo la acción misma de escoltar, deshecho de Sísifo, límpido de carga, de peso, de necesidad, de objetivos, regado en todos sus fluidos, reconstituido, uno con sus desechos, con su sangre, con su vilis, y sin órganos, todo en un esferoide de lo ahora, lo que en cualquier tiempo, en cualquier lugar, en cualquier cultura, resulta implacable. Pero se dio cuenta el lector que Deleuze y Sartre son insuficientes para la sana justificación de un deus ex machina.

Entonces Fernando lo imaginó como era, como quería que fuera: un gran hijo de puta. Alguien que había procurado nunca dar más de a lo que el mundo lo obligaba, que había ignorado los llamados de emergencia de su esposa, de sus hijas, que había escondido los asomos de vergüenza en las grutas de meretrices de turno, o en los fiordos de borracheras intensas, y que ahora dependía del desprendimiento de sus seres cercanos para poder sobrellevar lo que la vida le arrojaba encima. En fin, se imaginó a sí mismo. Supuso que como él no habían dos, al menos no en el mismo elevador, no dos miembros de la misma caravana.

Pensó entonces que era un vago, un bueno para nada, un soliloquio carente de audiencia, un perro que meaba unas azaleas inoloras, dado a la nada, insertando el olvido en los minutos, forzando una apatía en la vida; hoy ahí, detenido sin pensar, parado detrás de esa silla de ruedas –la octava del desfile de la acedia—, sin razón, reflexionando sobre los gases que despedía los domingos, repasando con la mente algo mucho más trillado que el mapa de Hungría, tal vez un reality show, alguna canción del top ten. ¿Qué más podía ser el último de aquella línea? Si para él irse y desprenderse de aquel espectáculo era más fácil que para ningún otro. Sin duda, Dos, a pesar de su inconciencia, era vital para mantener la lógica de aquella marcha, de separarse él, o Tres, o Cuatro, fácilmente se desbandarían los carruajes enfermizos, Cinco y Seis, que aparentemente tanto disfrutaban el momento, difícilmente escogerían la deserción; pero Siete, ¿qué lo ataba? ¿no podía nada más irse, despertar a lo ilógico de aquella farsa, deshacerse del ridículo? Debía ser un idiota, una de esas ovejas que sigue a los otros, que hace siempre lo que ordenan, que imita siempre lo que ve, una barcaza sin rumbo, de esas que valdría la pena hundir, como esa pila de idiotas que trabajaban para Fernando y eran incapaces de un poco de iniciativa; esa empresa, apenas en pañales, era seguro se desmembraría sin un hombre como él, que pusiera orden, que impulsara ideas… Pero tal vez no era así. ¿Qué razón tenía entonces para permanecer ahí, para seguirlo tan ciegamente? Intentó verlo de nuevo, alterando al conductor de su silla, alarmando a su cuñado, pero ahora con plena determinación.
—¿Qué tal, Nando, todo bien? — Pero Fernando se ceñía en mirarlo, forzando la silla a la izquierda con su incontenible gordura, obligando al conductor a detenerse, alterando el ritmo de la caravana. Su cuñado entonces sotuvo apenas el carro del equipaje, incapaz de evitar golpear los talones de Uno, dando un dinámico paso lejos del camino de Dos, que golpeó con fuerza el carro con las maletas, forzando a Tres a frenar de improvisto, y a Cuatro, y a Cinco, lo que provocó que Seis atropellara a Cinco y lo sentara en su silla de ruedas. Siete se detuvo a tiempo.
— Puta, ¿estás bien, Nando? ¿Qué pasó?
— No, nada, es que…
— ¿Tenés que ir al baño?. ¡Alaputa!
— No, eso no es. Es que… esta carajada… el tipo ese, ¿quién es?
— ¿Quién, cuñado?
— Ése— dijo rascándose la nariz, escondiendo la mirada, procurando no verse en la reacción de Siete— ¡Bah!, no importa. Disculpame. Perdón— dijo mirando a Uno, un tipo amargo, de dientes roídos, practicante de un mutismo voluntario y portador de una cicatriz que le unía la ceja derecha con la parte superior del labio. Uno a penas reaccionó, mirándolo fijo, como quien reprocha a un niño necio; y sin más, reanudó el paso.

La cavilación que sigue es predecible. Fernando pensó entonces que tal vez ese sujeto no merecía la propina, que después de todo los demás también habían estado ahí, siguiéndolo, llevando esas sillas vacías a través de todo el aeropuerto, y ninguno, al menos, le había puesto aquella cara de repollo agrio. ¿En qué méritos basar entonces aquel premio? Porque cierto era que el bolsillo no alcanzaba para darle un poquito a los siete, lo mismo, por supuesto, porque equitativo no se puede ser a medias. Uno no recibiría ni la costra de una olla sucia. Dos se veía simpático, pero ahí absorto, encapsulado en su propia decidia, no parecía ser merecedor ni de un polvo pagado. Tres le había guiñado un ojo, signo de superflua amistad, breve demostración de solidaridad; podía ser uno de esos jugados, que le caen bien a todo el mundo, en especial a aquéllos que los pueden ayudar y de quien, asoslayadamente pueden aprovecharse un poquito, obteniendo un préstamo, un favorcito, cuidando un mandado, y sin darte cuenta terminás cuidándole a la hermana enferma durante seis años hasta el día de su funeral, donde el vivacho aparece y te llora en el hombro, agradeciendo tu atención, que sos un hermano, el mejor de los amigos, y por supuesto no podés enojarte con él, lo perdonás, y dos meses después estás cuidando a su mamá. A este no, mejor no, tiene eso caribeño, naturalmente engañoso. Cuatro. Tal vez podría comprarle un regalo de disculpas a su novia después de la escena que le va a montar hoy en la tarde. ¿Quién es ese desgraciado con quien estaba hablando? ¿De dónde lo conoce? ¿Por qué no me lo había mencionado antes? Cuidadito me doy cuenta de que me está poniendo los cuernos con ese hijueputa, porque lo mato, y después la mato usted si se me mete el agua. La verdad es que la historia ya se la conoce, cuántas veces no le dijo Fernando lo mismo a su esposa; ahora ya no quería contribuir a esa tontería, que se haga hombre este escuincle y aprenda bien temprano lo que es arrepentirse. Luego, si se le daba a Cinco definitivamente se le tenía que dar a Seis, lo que rompía todo el sistema: a uno o a ninguno. Volvía entonces a Siete. Lo pensó mejor; lo cierto es que al no conocerlo darle alguito era una acción pura y desinteresada, como lo son la caridad y la beneficiencia. Tal vez Siete venía de una de esas familias miserables que presenta la televisión en su “milagro de navidad”, con una hermanita tullida, padres drogadictos, habitante de un rancho de zinc y madera a las orillas de un río, casi en el suelo, con alfombras y sábanas cubriendo a los moradores de la lluvia. Algún conocido le habría encontrado el trabajito, halando sillas de ruedas en el aeropuerto, procurando cincos sin salario fijo para comprarle a su hermana el mismo artefacto que empujaba día con día, picándole las manos por tomarla nada más, sosteniéndose en su integridad contra el flujo del mundo. ¡Siete! ¡Puta! Lo que le cuesta la vida a la gente. Con razón estaba ahí parado, aferrado como idiota a la cola de aquella serpiente, con la cabeza baja y sin respirar, invisibilisándose y rezando porque el gordo amargado que iba adelante le soltara algunos pesos, pocos, algo, lo que fuera. ¿Por qué no? Esa era una posibilidad tan buena, tan probable como cualquier otra, como que fuera un maniaco pedófilo que mantenía un bajo perfil. Pero la vida tenía que haberle enseñado algo a Fernando; esta enfermedad podía superarse sólo con una actitud optimista. Valía pensar lo mejor de la gente, lo mejor de sí mismo. Nada limitaba a Siete, ninguna mala espina que le dieran sus ojos, ningún mal olor que le transmitiera su estancia, su movimiento, sus gestos. ¡Siete, el mejor de lo hombres! ¿Por qué no? Y ahí decidió Fernando quién recibiría la propina, el triple de lo que pensó originalmente, porque ésta era una de las apuestas más importantes de su nueva vida, una vida atada al vehículo en que andaba, empujado por un desgraciado y seguido de siete sillas de ruedas vacías.

Llegó a la salida del aeropuerto, donde tantos esperaban, algunos con ansiedad, otros con rótulos fosforescentes que llevaban algún apellido seguido de “Banana Tours”. Estaba ahí también su ambulancia, con dos paramédicos y otra silla de ruedas, más resistente, más implacable. Atravesó la multitud, todavía acompañado por la evaescente caravana. Su cuñado dejó de lado el carro del equipaje y señaló a los paramédicos, que lo tomaron sin preguntarle y lo postraron sobre su nuevo carruaje. Fernando intentó volverse, alcanzar su bolsillo, causar conmoción, llamar a su cuñado, hablar, tomó la bata de uno de los paramédicos, pero ambos permanecieron inmutables mientras lo subían por la rampa a la ambulancia. Fernando volvió la mirada, dilató los ojos, forzó una expresión de sorpresa, de incomodidad, mientras veía a su cuñado darle algunos pesos a Uno y entablar luego un pleito con los otros, defendiéndose a gritos de Dos y de Cuatro. Tres fue víctima de un gesto de desprecio con la mano cuando intentaba hablarle suave, calmarlo. Los paramédicos mientras tanto acomodaban las maletas junto a la silla y Cinco y Seis permanecían al margen hablando con Siete, que observaba sorprendido aquel escándalo, retrocediendo un poco, dándole algunas miradas a Fernando, que callaba, víctima de un peso indescriptible, atado a aquel armatoste de metal y de cuerina, acelerándosele el pulso, sin tregua, sin pausa, invadiéndolo los sentimientos, los recuerdos, la determinación de un nuevo él, ahogado en una confusión idiota. ¡Siete! ¡Siete!
— ¡Siete!
— ¿Qué? —contestó su cuñado— ¿Siete? ¿Cómo le voy a dar siete?, ¿no ves?

Entonces entró su cuñado a la ambulancia, abandonando el coro de reclamos de los asistentes— ¡Vámonos! —Arrancó el conductor la ambulancia y los dos paramédicos ingresaron a la cámara donde Fernando se anegaba en sobresalto. Apenas habiendo abandonado el aeropuerto, tras un corto vistazo de la caravana amotinada, Fernando se volvió a su cuñado y sentenció —Ricardo. Qué hijueputa sos.