miércoles, 17 de marzo de 2010

Cegua/I


Soy la Siguanaba,
la que en el bosque umbrío
y en la silente noche
[elevo mi cantar.
Sobre los bejucos
a la margen del río
balanceo mi cuerpo
[en el claro lunar.

La Siguanaba, canto popular guatemalteco



¡La ví!, ¡la ví!

La Cegua, relato popular costarricense



Podía decirse de Daniel que era un tipo tranquilo. Tenía sus extravagancias, claro está, pero nada imperdonable. Solía rodearse de amigos para explanar largas reuniones etílicas que comenzaban en algún café al filo de una nueva anécdota, un disco recién adquirido, o la exhumación de algún músico del siglo veinte. Bebía cerveza negra y dedicaba los fines de semana a deambular por San José.
Era para muchos el blanco de una envidia ponzoñosa. Confiado, labioso y de un físico excepcional, Daniel no hacía sino pararse en alguna esquina y ver cómo sobre él se cernía una tempestad de mujeres dispuestas. Sin ningún esfuerzo robaba suspiros y hacía hervir la sangre de las mojigatas. Es de suponerse, pues, que Daniel había pasado la mayoría de su vida envuelto entre las sábanas, rodeado de brazos ardientes y cuerpos sudorosos, y que a lo largo de ese extenso vaivén de caderas, vellos y gemidos, había llegado a dominar los ardides eróticos.
Pronto acrecentó su fama de amante entregado y de buen rendimiento, haciéndolo acreedor de un inacabable deleite en números exponenciales.

Durante años Daniel recorrió San José, y de todos los bares que hubo frecuentado, la Chicharronera Rancho Alegre le pareció el ideal para efectuar sus conquistas. Así, durante tres años y cuatro meses, cada noche en que visitó aquel bar emergió con una nueva acompañante; y a medida que su renombre se acrecentaba la belleza de sus compañeras se afinaba más, hasta que salía sólo con sílfides, modelos de revista y voraces bailarinas, todas de un aire orgulloso, inalcanzables para los demás mortales.
Al cumplir los veintinueve, Daniel ya había pasado por todas las miembros de la academia del Barco, las titulares de la Compañía Nacional de Danza, la de Teatro, las princesitas de la Promenade, las artistas de las universidades públicas, la Véritas y la Creativa, además de pintoras, poetizas y arquitectas consagradas. Aseguran incluso haberlo visto en un bus con la mitad del Ballet de Belgrado hacia el final de su gira centroamericana, y corría el chisme de que alguna mañana los botones del Hotel Aureola debieron soltar las amarras que lo ataban a la cama de la suite de Ivete Sangalo.

Una noche de abril, sin embargo, la suerte pareció cambiarle.
Salió temprano hacia su bar predilecto, y tras haber pasado el área brevemente iluminada de la entrada --donde un fortachón requisaba a quienes concurrían en esa puerta de la Calle 11-- penetró al interior de “la Chicha”. A la derecha unas escaleras conducían hacia la nada, suspendidas en hilos de vaho que las ataban a un desván obsolescente. Seguía un pasadizo que conectaba la puerta con una pequeña salita y con la párvula pista de baile. La barra —empalizada de bancos rodeada de astillas— amasaba espejos y botellas conjuradas por lo voluptuoso. En el local la tenuiad era tan precisa que debía de ser accidente pues, a pesar de las luces del escenario y las dos pantallas en las que corrían cortos animados o videos de patinetas, los rostros a lo lejos parecían difuminarse; chorreados de rojo o pringados de luna, todos se veían más bellos, y ya en la cercanía se acentuaban sus curvas, contrastabánse sus sombras y los rasgos encontraban equilibrio. Nadie parecía ser feo.

A Daniel le gustaba colocarse a lo largo del pasillo, apoyando los brazos en un borde, una pierna contra en la pared y la vista recorriendo el salón con aire indiferente. Mas esa noche, antes de ocupar su habitual esquina, una mujer le sonreía en la barra con tono invitante. Daniel, experto en ese baile de miradas, continuó la transacción sin inmutarse, y ya con la cerveza en mano, volvió la atención al pasillo dando media vuelta y entregando por cortos instantes la espalda a la mujer que lo miraba. Luego, con el rabo del ojo notó que ella repartía su atención entre su bolso, sus manos y él, escondiendo la mirada entre el cabello. Dejó pasar unos segundos y se volteó pretendiendo no haberla notado. Miró por sobre ella y luego bajó las pupilas hasta encontrarse con las suyas, arqueó una ceja dejando atisbar su interés, y con forzada despreocupación le dijo “disculpá, ¿no querés una cerveza?”. La mujer fingió sobresalto, incluso escándalo, y de seguido aceptó con un bosquejo de sonrisa.

El tiempo discurrió con rapidez y para cada cosa que ella comentaba, Daniel tenía la respuesta perfecta; así la incitaba a continuar, a perderse en sus propias palabras, a sentir que con él se vivían los instantes más cómodos, durante los cuales ella podía deshacerse de todos los velos, presentarse tal cual, abandonarse a un catártico ejercicio y dejarse tomar, libre de toda atadura.
Pero ésta, si bien había seguido el camino hasta casi el final, no parecía dar ese paso imprescindible en el que terminaba por rendirse. Daniel se acercaba, le tomaba brevemente la mano, le acariciaba los hombros, una rodilla, se reía mientras le recorría los rizos del cabello; pero ella sólo sonreía, sin timidez, mas también sin deseo, y le contestaba tocándole el pecho, como se le toca a un amigo, a un hermano.

Desde hacía mucho tiempo Daniel no topaba con un obstáculo así, casi infranqueable, y una cierta molestia empezaba a invadirlo. La idea de perder esa racha de tres años y medio lo aterrorizaba; pero sabía que, de forzarlo mucho, todo podía llegar a un final desdichado.
Decidió tantear terreno; tal vez alguien le había hablado mal de él, alguno de tantos que odiaban su éxito. Pero al preguntarle su origen supo que ella recién había llegado a San José y que venía de alguna parte a donde su fama no se había extendido. Entonces siguió tratando, horrorizado al pensar que volvería a su casa solo por primera vez. En múltiples oportunidades cambió de estrategia, invitándola a cerveza tras cerveza, agotándosele los temas, las anécdotas, los chistes. Había comenzado inclusive a sudar, sin darse cuenta, y se preguntaba cuánto más aguantaría su tarjeta de débito; pero era incapaz de darse por vencido.

Tras horas de angustia, ella le otorgó otro tipo de sonrisa.
Ya satisfecha, sabiendo que lo había puesto a prueba durante suficiente tiempo, lo tomó del cinturón y le atacó violentamente el cuello. Daniel pudo apenas contenerse cuando ella subía con su lengua desde su clavícula hasta su oreja, lamiéndole el lóbulo entre dentelladas mientras le decía: “vamos. quiero cambiar de lugar”. Con el alma vuelta al cuerpo, Daniel la tomó de la mano y se dirigió con ella hacia el bar El Morazán, donde pensaba calentar con un poco de baile y llevarla finalmente hasta su casa.
En el trayecto, sin embargo, ella le tomó la nuca y lo condujo hacia a un beso profundo en el que su lengua dibujaba serpentinas y sus manos se adueñaban de su espalda. Daniel apenas emergió de ese delicioso trance, tragó con esfuerzo y tomó aire. La miró recorrido por escalofríos innumerables, y ella le acarició el rostro, le tomó la mano y lo haló en silencio hacia el Parque España.

Iba tironeado por un deseo que lo llenaba de temblores, y podía apenas caminar por causa de la rigidez que invadía su entrepierna.
Pasaraon debajo de Avenida Tres y, salidos apenas del túnel, los golpeó la luz. Ella lo miró brevemente y Daniel notó que su ojo izquierdo parecía haberse hinchado; procuró entonces examinar su mirada y vio con terror que sus pupilas parecían haberse alargado y atravesarle los ojos de forma horizontal. Entonces se detuvo. Ella se volteó hacia él con expresión turbada y le preguntó si todo andaba bien, y en ese instante Daniel la miró fijamente a los ojos para cerciorarse de que nada extraño estuviera ocurriendo. Debían ser tantas cervezas, los nervios, o la tensión que durante horas lo estuviera acribillando; no había nada raro en aquella mirada de ojos verdáceos y lujuria en flor. Más tranquilo, le sonrió y continuó su paso, abrazándola mientras ella manoseaba su muslo y luego con firmeza le tomaba el pene.

Como por instinto encontraron un espacio entre la maleza del centro del parque. Ella lo sentó espaldas a un árbol y se sentó sobre sus muslos con una pierna a cada cada costado. Daniel la bebió con vehemencia y vertió su deseo sobre su cuello, sus senos, su vientre, mientras ella encorvaba la espalda, entregada al altar de su propio suplicio. En un instante recogió su cuerpo y envolvió a Daniel entre sus brazos, colocandándole la frente entre sus pechos. En ese momento sintió que su fuerza lo aplastaba, y ya angustiado comenzó a escuchar un ingrato crujido que se asemejaba al de un bambú astillándose al tiempo que se casca una nuez contra otra.
Con el rostro inmóvil, se percató de que el sonido no eran sino huesos que se iban quebrando, acompañados de ligamentos que se fisuraban como un hule viejo. Daniel apenas pudo retirar la cabeza de entre los senos de quien lo apresaba, para notar solamente que el maxilar se le hinchaba mientras se iban formando en sus pómulos bubas infectas. Su mandíbula se había desmontado y le colgaba a la altura del pecho, para comenzar luego a fracturarse, hueso por hueso, rompiendo la carne y alargándose hacia el frente, haciendo que el pellejo se rasgara y supurara una pus blanquecina. Sus dientes se aflojaron y fueron desprendiéndose uno a uno sobre la frente de Daniel, que sentía cómo los molares cubiertos de carroña le bajaban por el rostro y le dejaban en los labios una baba hedionda. Luego miraba, repleto de lágrimas, cómo se le rompían las fosas nasales, luego se hinchaban y eran invadidas por vellos purulentos.
De seguido, un belfo aguado sustituía sus labios y debajo de aquella carne, grisácea, de la que saltaban pelos y verrugas, las encías desnudas comenzaban a abrirse y a soltar sanguaza; luego se asomaba una línea viscosa entre la carne tierna y emergían grandes dientes envueltos en un jugo séptico. Daniel luchaba por soltarse mientras veía que el cuello se le estiraba imitando el ruido que produce un espinilla al estallarse.
Ella lo tomó del pelo y lo sacudió al tiempo que su pecho se repletaba de canas y venas hinchadas; luego emitió algo así como el gruñir de una cerda que pare, mientras iba quedándose calva. Daniel entonces se aferraba a su cintura como un niño que busca refugio, arrepentido de existir, suplicando entre gritos y sollozos, apretando con fuerza sus puños y sujetando el pasafajas de su pantalón. Entonces, con violencia ella se asió de sus hombros y soltó un espantoso relincho que hizo vibrar las paredes de la Escuela Metálica y los zifones de la Fábrica Nacional de Licores. Y como si no lo deseara, le clavó los dientes a Daniel en el trapecio y de un tirón le desgarró la carne influyéndole así halaridos estridentes.
Sofocado en lágrimas, babas y sangre, sólo instantes antes de desvanecerese, alcanzó a suplicar “por favor mami, perdón, perdón, ya no lo vuelvo a hacer” y continuó besando los pechos de aquella quimera, hedionda a caña y a boñiga.


De pronto se encontró abrazado de sí mismo, temblando y sumido en un llanto insondable. La herida le sangraba y los pantalones los tenía embarrados de excremento y meados. Se puso de pie y se llevó las manos al rostro, percibiendo el mundo como si fuera la primera vez; comprendió que vivía, que aún estaba ahí. Entonces vomitó largamente, sostenido del mismo árbol que hacía un rato fuera la estaca de una horripilante hervencia. Emergió de la maleza vociferando un “auxilio” que se ahogó entre las conversaciones, los ‘beats’ y el pasar de los autos.
Trastabilló hasta cruzar la calle y de allí buscó subir hasta el cuartel de policía aferrado a las piedras del muro que elevaba la Avenida Tres. Empapado de lágrimas, llegó a la esquina sobre la que se alza la Escuela Metálica y se echó de hinojos; luego se deshizo en una imploración que nadie atendería.
Apoyando la espalda sobre el muro, se sentó y se palpó la herida. Respiraba con dificultad y el llanto cortaba su aliento; echó entonces la cabeza hacia atrás, relajó los músculos y echó un vistazo al Paseo de las Damas. Los árboles buscaban alcanzarse y las paredes de ladrillo rompían el influjo de la luz en una infinidad de sombras. Los vitrales de Key Largo querían engullir al Parque Morazán, y el Templo de la Música curvaba el tabernáculo celeste.

A lo lejos escuchó un ruido que trascendía el murmurar de lo urbano: los cascos de un caballo golpeaban el asfalto en un andar ocioso. Parecían acercarse, acompañados de bufidos breves, venidos desde el frente de Casa Amarilla. Cada vez más cerca. Extensos en su vaguedad, bulla de lo ineluctable, iban empujando a un transe órfico de notas blancas. Daniel cerró los ojos, inútil en el horror que lo paralizaba, y escuchó la risa lacrimosa de una mujer que devenía en denostos relichos. Quiso entonces convencerse de lo inevitable y se limitó a escuchar el golpeteo de los cascos; seco; hiriente.
Y mientras temblaba, el trote parecía acercarse; sin llegar, siempre parecía acercarse.