domingo, 18 de agosto de 2013

Despertares/ 1 (Dijon)





Hubo por un tiempo 

un rumor nuevo

de panteras que se bañan, 

de piedras quietas. 

Un alborozo de azahares 

que se van quemando 

en cunas de basalto. 

Mas la hora impuso

una pesadumbre fofa

que iba mano en mano del aciago.


Un resquemor que aplana los collados 

se esparció,

enfermizo y mortecino, 

por el acimut de mis entrañas. 

Abiertos los ojos,

había casas de piedra

porosa y  mojada.

Abismos de siglos, 

de viento estancado, 
vacío.

Estaba yo muerto 

(dormido),

Errante, escabroso,

cual urodelo que desova 

cual tornillo que han limado.

Y no había nada más.

(Dijon, 2012)

viernes, 19 de julio de 2013

Gringoéroe , “Here’s Johnny!”, o leyendo WorldWarZ


“It matters not. He is your king” 
Braveheart

El gringoéroe lucha nuevamente contra los muertos vivientes, después de tantas veces que le ha enseñado al mundo cómo librarse de ellos, eludirlos, transformarlos, lo que es más, esclavizarlos. Se ha confrontado a criaturas del espacio y dádole al universo una lección de gringoeroísmo, lanzándose contra los corazones de implacables Motherships. El gringoéroe ha viajado al pasado, vencido a dinosaurios con sus propias manos y su pragmatismo LeoStraussiano. Le ha enseñado humanidad a seres del futuro, a criaturas interdimensionales, y a otros subhombres, como caníbales, alumnitos de madrassas, o indios guatemaltecos. Ha hecho de los barrios del mundo un compendio de casitas con backyard, y ha impuesto los sábados como tiempo de mawing de lawn y barbecue con beer. El gringoéroe ha eliminado a todos los Enemigos del Estado, y ha hecho del Estado mismo el Enemigo cuando éste quiere coartar las expresiones más fundamentales del gringoeroísmo. Le ha enseñado al mundo las virtudes del deep South, donde el gringoéroe es igual Sheriff que SerialKiller y passing gass da lo mismo que spilling blood; todo en nombre de un ambiente kung-fu-fighting donde una mirada penetrante vale más que mil trescientos muertos. Ha luchado incluso contra el mismísimo Demonio, postergando innumerables veces el Día de la Ira y dejando a los fanáticos con ganas insaciables de gozar la Parusía. Ha mantenido, además, el equilibrio entre todos los planos dimensionales: Valhalla, Infierno, Olimpo, Jottunheim, Los Siete Círculos, y el Reino de los Cielos. Ha resuelto todos los misterios de la humanidad y, haciéndolo, ha destruido todos los templos de antaño, pues sólo el gringoéroe, sus sidekicks y el Villano parecen tener derecho a la Iluminación. Entre sus poderes está el vestirse de romano, espartano, inglés, nazareno, franco-revolucionario, escocés, neandertal y vikingo, y asumir un acento británico para darle autoridad a las tres palabras que profiere antes de aniquilar a la masa innumerable de bad-guys.

Son tantas las veces que nos ha salvado, vencido al crápula (rigor de exceder su crapulencia), sometido al insensato, neutralizado la Amenaza, evitado el Fin (o hecho todo renacer de sus propias cenizas)… Tanto le debemos, que ya no sabemos hacer nada sin pensarlo. Quizá incluso nuestra propia diarrea toma forma automática de Tarantino o ChuckNorrisSchwarzeneggerLukeSkywalker, si la sometemos al principio del test de Rorschach.

PERO, como el Opositor siempre acaba fulminado, es más recomendable celebrar el gringoeroísmo en su Paradoja, en Fresán, o en los admiradores de Lou Reed, que se someten a otro de los avatares del gringoéroe: el AmericanCulturedAlternative, y juegan a brujos del DeathPunk/NewWave/FolkRock/Grunge o a sacerdotes del Underground; los fotógrafos, los DJs, que ven IndependentCinema y alquilan con NetFlix todos los InternationalFilms que galardona el Partenón mismo del gringoeroísmo. Mejor hacerse de un amigo gay, tatuarse una naughtynurse, enamorarse de una Suicidegirl, aprender el ukulele y pasar por facebook chistes de Chewbaca, pues los anteojos de pasta “worn ironically” son tickets to Paradise en el universo que ha de salvar, asegurar y mantener el Siempre-Invencible.

domingo, 23 de octubre de 2011

El cliché



A veces eso del cliché funciona. Como cuando te encontré, atadas las manos a un libro, en un café y en Paris; como cuando me acerqué sin fingir desinterés, para pedirte tu encendedor mientras yo sostenía el mío en la otra mano, sin ocultártelo. No hay nada que yo pueda hacer. A veces el cliché funciona. Y yo murmuré algo sobre la porquería que leías (un libro para personas depresivas atrapadas en los lindes de su etapa anal), y vos dijiste algo más sobre los hombres con bigote. Yo me senté y te hablé sobre algún juego de luz que hacía la primavera con una cornisa, baja y añosa, que musitaba gotas acumuladas de lluvia. Y vos la miraste, de soslayo, y diste un sorbo a un té en que el que habías ahogado tres bolsas de azúcar. Por un rato pretendiste que algo te apuraba, que quizá debías marcharte, todo para ir a comerte un sandwich en alguna esquina, evitar miradas curiosas, y asesinar el tedio con la pantalla de tu celular. Yo pedí un café, haciendo caso omiso de tus tan vanas presunciones. Fumamos, hablando de donde veníamos, de qué hacíamos en aquel laberinto de banalidad y secretos. Se te olvidó entones la prisa; pediste otro té y, como una cigarra que estalla, giramos hacia el exotismo. Claro, Centroamérica, las lapas, los monos, el sol que no se apaga nunca, luego las playas, los bosques, las plausibles políticas de conservación y de paz con la naturaleza. Yo accedí, a todo, reservándome los comentarios sobre las osamentas que pululan en esas montañas, producto de revoluciones frustradas. No dije nada, tampoco, sobre los cánceres, las esterilidades, la miseria que se esconde detrás de esas calcomanías de bananos ‘Bio’ y cacao ‘fair trade’. ¿De qué valía?. Yo quería morderte el envés de los muslos y a veces el cliché funciona.
En cambio te conté sobre un amigo al que casi devora un lagarto, sobre plantas que echan raíces al aire y viven de una gota, igual a esas que pendían de la cornisa. Te dibujé un mundo de hongos fosforescentes en una montaña que se clavaba directo en el mar, en donde hace frío y en cuyo charcal saltan ranas de todos colores. Cerraste el libro y abriste los párpados, antes de hacerte de otro cigarrillo. Luego te conté cómo los indígenas envenenaban las puntas de las flechas con aquellas ranas, y cómo Cuculcán había surgido de un pozo de plumas azules y verdes. Había volcanes, lagos, leyendas, bosques nubosos, viajes en canopy, cascadas celestes, serpientes. Había felicidad, buena vibra, pura vida, salsa danzin’, playas infinitas que parecían ensartarse en el diafragma de las nubes. Había también un concierto, en la noche, de funk brasileño, que no es Centroamérica pero qué importa. Había que la entrada era gratuita y que yo iba con unos amigos que no vendrían porque no existían. Hubo que vos murmurabas algunos vocablos castizos y que te gustaba Manu Chau y algunas piezas de Shakira, a quienes yo he odiado siempre, pero que esa tarde me empezaban a gustar. Hablamos algo más sobre las iguanas, el rafting y los advenedizos. Y pasó que viniste al concierto, acompañada por unas amigas, menos guapas, que reían entre dientes al ver cómo bailábamos con las caderas pegadas. Yo hacía valer el sabor que se supone llevamos los oriundos de estas tierras, sabiendo que, objetivamente, tiene más sabor que yo un trozo de malanga cruda. Pero vos te dejaste perder entre los cantos del sinzonte, las culebras ataviadas con anillos y los pies haraposos de los chilamates. Yo me alegraba, porque a veces eso del cliché funciona.

lunes, 18 de abril de 2011

De la tradición prestada/1 Motivo rumano o costumbri-futurismo


El doctor Colinescu terminó de limpiar el arma que nunca había disparado. La colocó en la gaveta donde convivían otros recuerdos, huevos de artrópodos, cartas nunca enviadas y un reloj. Exhaló, temiendo haber esperado demasiado en ese estudio umbrío donde el esqueleto de un radiador emitía apenas un candor raquítico. La puerta se abrió y era Él, listo para llevar a cabo la promesa.

Podía haber sido cualquier cosa, que su disposición no hubiera disminuido, así se tratara de tragar estrellas o secar los ríos. Pero los términos estaban claros, bien escritos en aquella nota. Desplazó su sombra por el parqué, alimentándola de aquéllas que proyectaban los muebles. Mientras andaba, miraba fijamente a Colinescu, buscando atrapar unos ojos que bailaban con embarazo, y con miedo. Tomó asiento, se acomodó la corbata, no profirió palabra.

Colinescu le entregó la nota. Recibió de Él un papel que contenía la dirección. Rodeó de nuevo su escritorio, y miró a través de la ventana que hería una lluvia congelada. Luego se volvió una vez más hacia Él, entregándole una expresión piadosa, comunicando, casi, que no había necesidad de llevarlo a cabo, que el tiempo todavía era augusto y no era imposible una vuelta en el camino. Afuera pronto nevaría y la tormenta borraría los pasos.

Él replicó con la ausencia de parpadeos, con ojos que reflejaban la determinación de que el mundo había adquirido una velocidad omnipresente y que la maquinaria no podía ser detenida sin destramar las bobinas que hacían caminar a la historia.

Colinescu comprendió aquella expresión, y dejó colgar sus pupilas en un movimiento pendular. Se metió la mano a los bolsillos, y pensó en el fin de las historias, en la ausencia de sueño, en la delicadeza pálida, en la sencillez y en el castigo. Dejó que sus dedos se movieran a lo largo del filo de su escritorio, como remarcando el desierto de la madera, la infinidad que yacía en ella y que él proyectaba cuando, de niño, solía colocar la mirada en el borde y hacía del mueble un valle solitario. Infante, veía cómo, en lontananza, se movían hombres solos, gotas de otredad, que se desplazaban hacia él con apatía, pero impulsados por una extraña voluntad a la victoria. Montaban caballos u otras bestias, a veces vehículos de una o tres ruedas que debían mover con el latido de su corazón.

Se impuso la premura. Colinescu lo vio ponerse de pie, perennizando la misma mirada, rápido y diligente. Él respiraba un humo de rectángulos negros que atravesaban triángulos anaranjados, emanaba letras, curvas, explosiones. Escurría un aceite con el que se lubrican los engranes, y las gargantas de las ametralladoras; eyectaba satélites, trompos y caleidoscopios, como transmitiendo su ímpetu en razón de Pi. Tomó la nota que Colinescu le había dado y la colocó en el bolsillo de su abrigo. Dio dos pasos hacia la puerta del estudio, alimentándose siempre de las sombras que proyectaban los muebles. Volvió el rostro, lento, miró a Colinescu como un decodificador de fichas perforadas, como un tratado de mitología, y partió.

Otro día, ya en la encrucijada, justo en la dirección que indicaba el papel, Colinescu miraba largamente la parrilla del caño cubierta por el agua congelada. Pensó en su caballo luego de ser bautizado, mojando el belfo entre la nieve fresca del sur de los Cárpatos, indiferente a las criaturas que tomaban turnos para halarse en un trineo. Recordó la cúpula de la iglesia de Motru, que sostenía una cruz, cuya sombra lamía suavemente la tierra; parecía, día con día, anunciar su lección de piano al clavarse en el riachuelo, movida por la luz de agua.

Lo creía imposible, pero lo escuchó venir, en ese trozo de segundo que cabe entre la ignición de la pólvora y el impacto del plomo. De seguido, la bala dibujó en el aire un estallido de rubíes, una explosión de engranes, ejes y resortes. Desde su sien, escaló por el cielo un armatoste de varillas, y de rieles. Se agujereó la penumbra con chispas, con turbinas, con soluciones de alcanfor, con brazos mecánicos que hacían avanzar ferrocarriles y desencadenaban el juego de revoluciones infinitas, que escupían, a su vez, motetes de un algodón tóxico y cápsulas que herían la estratosfera, rasgando las paredes uterinas del espacio, invadiendo con presencia los planos vacíos, esferizando los círculos, trayéndose abajo la luna para bogar sobre ella las aguas del Caspio, llenando de agujetas el tiempo, reduciéndolo a la luz, a los principios de lo eterno.

No le pareció inevitable, hasta el momento en que el proyectil le perforó una esquina de la frente. Cuando ya yacía sobre la acera, Él se acercó con pasos firmes. Su sombra se confundía con la de los edificios, bailando, casi, con la luz de los faroles. Miró el rostro de Colinescu, que mostraba una palidez hartiza de cavilación, y de silencio. Por sobre su tabique fluían aún los restos de aquella promesa.

Se guardó el revolver. Arrojó luego la mirada hacia las cuatro esquinas, al estilo de un sonar, o de un inquisidor de la ortodoxia, y partió.

Continuó andando, como si llevara los bolsillos llenos de plutonio. Caminaba cortante, golpeado, dejando asomarse desde su abrigo cañones antiaéreos, orugas de tanque. Respiraba fisiones y aclamaciones frenéticas. Sostenía la misma mirada impetuosa, siempre puesta en el avenir, como si se supiera condenado a una marcha perpetua, como si algo lo hubiera enterado de que, de estarse quieto, lo consumirían las sombras que proyectaban las futuras ruinas. El mundo comenzó a emitir un sonido, como el de clamores, como el de fusiles, como el de campos fustigados por la muerte. Él parecía escucharlo todo en razón de Pi. Tomó la nota, destruyéndola como si la expusiera al cianuro de hidrógeno, con las manos hechas una cruz de hierro, y partió.

04 / 11

jueves, 20 de enero de 2011

R.I.P


A Sindy, pues la reflexión es de ella


El sobresalto no lo proporcionaba el velo de la incomprensión. Entendía perfectamente de qué se trataba. Sin embargo, “no es lo mismo —como dice el refrán popular— llamar al diablo que verlo venir”.

Aquella mañana, sin previo aviso, como víctima de una ingrata epifanía, se levantó siendo capaz de atravesar el entretejido de películas y de cadenas que se esparce sobre casi todo y tiende a amarrar el camino de los que moran los planos y los recovecos: el tiempo, que llaman. No era necesariamente una revelación dichosa, rara vez lo son estas visiones; mas se entendía víctima de una comprehensión a ultranza de lo que pesa sobre los demás.

Durante muchos días elucubró sobre la muerte, devoró volúmenes y conversaciones, se dio a horas infructuosas de reflexión sobre los espectros y sobre la relación que aquéllos tenían con lo pasado; sobre cómo la recurrencia iba ligada a la indagación y cómo el olvido no necesariamente es remedio a la necrofilia. Pensó que vivía en una tierra donde la felicidad estaba anclada en el presente absoluto, o, aún peor, en un futuro único y determinante frente a cuyo altar se sacrificaban los días, los recuerdos, la memoria, a la espera de que aquel montón de sangre diera paso a algo, un algo más dichoso, en donde la vida no doliera más. Pensó, también —o le dijeron, más certeramente— que esa situación era el caldo perfecto para cultivar, engendrar, y eternizar fantasmas.

Esas palabras no lo abandonaron. Como si las llevara tatuadas detrás de la nuca, lo llevaron a entender por qué en su tierra el obituario era objeto de culto y sucedía a los noticieros más vistos, a los periódicos más leídos; entendió cómo anunciar y pregonar la muerte era, además de un alardeo de estatus, también una forma de pagar favores, o de sublimar arrepentimientos e ingratitudes; cómo aquello era una engorrosa convocatoria a los ritos que, lejos de enterrar al muerto, eternizaban su presencia en el silencio. Silencio que había que guardar en la misa, silencio con que había que cubrir las faltas y los errores del fenecido, silencio que entre las familias y amigos arrancaba los reclamos, los odios, y los sumía en ese pozuelo de lo no-dicho, de lo indecible, donde sin mora se gestaban los espectros.

Al calar más hondo, guiado por aquélla que parecía entender con tanta claridad el origen de la fantasmagoría, llegó a entender —muy a su pesar, tal vez— cómo por la paz se pagaba el alto precio del olvido y cómo ese olvido, que no es sino un prolongado, un eternizado silencio, ocultaba lo evidente: los odios, la violencia, el desencuentro, la contradicción. Y aquella tierra, al ser sobre todas las cosas un país de paz, era pues, necesariamente, un país del olvido. Y ese olvido —ese silencio— hacia remanecer la muerte, los muertos, en forma de múltiples espectros que, hasta aquella mañana, creía rondaban las afueras de los pueblos, las calles de las ciudades, los salones de la Patria y los jardines de las casas, lejos de los cementerios, de las iglesias, cuyo eterno esfuerzo por soterrarlos era infructuoso en ese, su país.


La noche anterior, todavía aquejado por tanta reflexión, tanta lectura, apenas cerró los ojos cuando el sol comenzaba a partir las montañas. Hace mucho tiempo había decidido no tener espejos en su casa, se obsesionaba con sus nuevas arrugas, sus nuevas canas, además del vientre flácido que no paraba de aumentarle. Dicha situación retardó su estupor algunas horas mientras, luego de despertar arrastrando cierta somnolencia, hizo su café, leyó el diario y tomó una corta ducha. Fue luego de pasar la doble llave y cerrar el portón de hierro que lo golpeó con fuerza aquella visión.

Algo grisáceo cubría la espalda de don Eliseo, guarda de seguridad de los condominios. A lo lejos era indistinguible, pero le infligía un cierto ardor en el costado —esa sensación de inseguridad extrema que se confunde fácilmente con el miedo—. Así se fue acercando, comenzó a notar cómo lo que parecía una sombra tomaba la forma de un cuerpo lánguido, casi derretido, que extendía brazos venosos alrededor del cuello del guarda. Lo oyó saludar con su ‘¡eso!’ habitual y sintió la mirada gélida del hombre que parecía abrazar al oficial con una bizarra ternura. Temiendo aquel encuentro inusitado, apenas levantó la barbilla en signo de saludo y se precipitó fuera del área del parqueo.

Alzó el brazo para tomar un taxi, el cual abordó con un repiqueteo sincero en pecho. Apenas luego de balbucear una dirección, incluso antes de llegar al primer semáforo, notó que alguien también abrazaba al taxista; una figura de brazos regordetes, que dejaba asomar un delantal a ambos lados de la espalda de aquél a quien se sujetaba. Se hundió las uñas con fuerza en el muslo, como queriendo despertar, o como reacción simple de la angustia, y luego se atrevió a mirar de nuevo. Veía que el taxista arrugaba los pómulos y fruncía severamente el seño. Luego, un auto los rebasó provisto de una mufla escandalosa y vidrios polarizados; entonces escuchó una mescolanza de voces, sin saber si éstas pertenecían al chofer o a la figura que lo acompañaba, incluso llegó a dudar si las palabras habían sido pronunciadas del todo o quién se empeñaba en hacerlo. Luego el tono fue más claro “No por mucho madrugar se llega más temprano”, dijeron en conjunto el cuerpo y el chofer, “... eso decía mi mama. No le digo; vaya y mátese sólo, cabrón... ” oyó provenir claramente del taxista, justo antes de que otras voces, nuevas, de origen foráneo, dijeran, junto con la del chofer: “esos son los que salen en los periódicos”. Aquello le resultó confuso, aun aterrador, y no hizo sino ver al taxista, perdidamente, y a la figura, femenina ahora, que iba abrazada a su cuello.


Miró por la ventana, como intentando atenuar la excitación, pero todo empeoró así veía a los transeúntes cargando cada uno un cuerpo similar en las espaldas. Algunos, incluso, llevaban tres o cuatro, encaramados unos sobre otros, dejándose llevar sin oponer ninguna resistencia. Luego, empezó a notar como algunas figuras, que creía reconocer, se repetían sobre espaldas distintas; algunas eran más presentes, menos translúcidas; otras parecían intermitentes, y unas cuantas —no tan pocas— semejaban encorvar con su peso al portador, arrugándole la cara, llevándole la frente al suelo y haciéndolo caminar lento, o demasiado rápido.

El verdadero malestar, empero, le comenzó cuando vio el mismo género de cuerpos, su tamaño aumentado cientos de veces, yacer sobre algunos edificios, o algunos puentes, sobre las calles y los matorrales. Esos no eran de nadie; o tal vez eran de todos.

Al tiempo que abandonaba la provincia de Cartago, para penetrar San José, pasaba la corridilla de centros comerciales que componen con su frívola permanencia la breve barriada de Freses. Ahí observaba extraños y descomunales cuerpos, compuestos de muchos otros cuerpos. Yacían sobre los parqueos y sobre las mansiones, adhiriéndose otros corpúsculos casi sin quererlo, adiposos y torpes, dueños de lo que no deseaban.

Llegó entonces a otro margen, el que separa Zapote de Curridabat, siempre persistiendo los cuerpos aferrados a muchísimas espaldas. El aire cambió, no obstante, al acercarse el Registro Público, sobre cuya acera cuerpos enormes yacían fláccidos junto a varios más pequeños, lacerados, casi sangrantes, como aferrados a espaldas invisibles, dejándose cargar en círculos y sin ninguna dirección.

El hálito de la muerte le resultaba demasiado pútrido en aquel lugar, y temió.

Se volvió entonces hacia el taxista con el fin de afirmar lo evidente y procurar así poner un fin a tan aterradora, tan real visión. “Disculpe que le pregunte, jefe. Es sólo una duda... eh. Dígame, ¿usted perdió a su madre?”. “¿Cómo que si la perdí?”, contestó algo enfadado, “¿si se murió, dice?”. “Eh, sí...”. “Bueno y a usté qué l’importa. ¿Qu’és que usté la conocía o algo?”. “No, no. Mire no se enoje. Es sólo una pregunta”. El taxista lo miró inquisitivo, apunto del refunfuño, y contestó: “pues sí. ¿Y para qué quiere saber?”. En ese instante, la figura que abrazaba al taxista se fue poniendo oscura, pesada, y parecía con los brazos estirar la nuca del chofer y hacer que se hincharan las venas de su frente. “No, para nada”. “¿Cómo para nada?, huevoncito. Me menta la madre, que en paz descanse, y para nada”. Lo veía entonces hacerse de ojos vidriosos, parecía además pegar la barbilla en la bolinche de la marcha —que tenía incrustada una Virgen de los Ángeles— como si la figura se hiciera demasiado pesada para andar derecho. “Bájese, hijueputa; y agradézcale al cielo que no lo cierro a pichazos. Son tres mil quinientos.”

Descendió en la gasolinera que hace un triángulo chueco entre la Avenida 20 y la pista que lleva a San Pedro. Sostuvo la respiración y cerró los ojos, procurando evitar cualquier nuevo avistamiento, pero escuchó entonces una animada discusión, en la que se inyectaban carcajadas y gritos. Se volvió curioso únicamente para ver cómo un ebrio que pedía monedas llevaba una inusual sonrisa; el cuerpo que cargaba, el de un hombre en sus mismas condiciones, parecía contar chistes al oído del borracho, recitar historias, y tomar un amplio respiro para luego emitir estertóreas risotadas; éstas se reflejaban en las risas del borracho, que parecía con claridad responder a sus chistes, hablarle sin impedimento y eternizar así una fiesta que quebraba el tiempo.

Prosiguió a punta de tropezones y pasos apremiados a donde estaba seguro no quería llegar. Desde la esquina del Liceo Rodrigo Facio comenzó a percibir la pestilencia, apersonada en tantos muertos que yacían sobre la acera o que deambulaban intentando cogerse de alguien, que no estaba allí. Creyó entre tantos distinguir a aquél que daba nombre al liceo; yacía moribundo, y dentro de las ropas parecía que le saltaban sapos, millones de sapos, haciéndolo revolcarse en un ardor horrendo. Ya cuando llegó a la acera de la Casa Presidencial, no podía dar un paso sin pisar un cuerpo.

Reconocía a muchos de sus clases de historia —necrófila falacia—; los demás eran sólo otros tantos muertos, cuyo nombre se ha perdido o ha procurado perderse, muertos que han triturado los engranajes de una máquina unidireccional que se alimenta de engaños y despreocupación. No era raro, pues, que en aquel edificio, reciente sin duda, desde donde a veces se administraba el olvido, tantos cuerpos yacieran inanes, locos, sin rostro, o que emanaran anónimos de todas las pinturas, los bustos, como queriendo darse una voz, rescatarse solos del silencio, sólo para caer nuevamente en un frígido mutismo impuesto. Vivirlo de primera mano, claro está, es cosa distinta.

Sabía que debía recomenzar su trabajo, sentado allá en aquella silla, él también anónimo, encargado de encuestas, análisis y reportes que nadie leería: cenizas también del silencio. No se atrevió, empero, entrar al edificio, que parecía un Moloch devorador de cadáveres, una verdadera máquina que se tragaba todo lo pasado y escupía una escoria incomprensible. Sus opciones eran pocas, sin embargo; podía pensar en dos o tres personas que creerían lo que estaba sucediéndole, que sabrían ayudarle o al menos aprovechar el acontecimiento.

Sacó un poco de coraje de su media izquierda, donde a veces guardaba el dinero en caso de un asalto, y tomó un autobús hacia el centro.

La colección de cuerpos que abrazaban el cuello de los usuarios se dispersaba en tonalidades diversas. Algunos parecían repletos de amargura, otros parecían regocijarse en la resignación. Vio también algunos que compartían a sus muertos, y parecían cargarlos entre dos. Luego notó que unos transmitían un aire menos tenso; esos cargaban cuerpos cuya boca estaba cosida por hilos hirsutos. De entre éstos, la mayoría yacía tranquila, como habiéndose acostumbrado a no tener palabras.

No pudo evitar dirigir su atención hacia una mujer que leía el periódico, sólo para impacientarse al verla llegar a las hojas que abrigaban el obituario. En ese espacio, donde las instituciones celebraban a sus caídos, o donde las familias de dinero compraban media página para anunciar cuán importantes seguían siendo, ya no veía la usual cuadrícula de muerte, sino un depósito inmenso donde se había estibado un inconmensurable número de cuerpos. Una suerte de alquitrán enmohecido los recubría y los hacía mezclarse, dejando sólo escapar esporádicos gases o una corta llamarada. Todo parecía una brea donde flotaba el otrora. Se apercibió de esa manera de que, lejos de lo que parecía, no eran los muertos quienes eran celebrados, sino la misma muerte la que en ese rincón era objeto de culto. Y era, además, una muerte mal vivida, repleta de cicatrices abiertas, marinada en lo callado, en lo escondido, una muerte que se filtraba desde los periódicos y parecía invadir a los vivos, mancharlos, tatuarlos; se anclaba en sus talones, se asía de sus manos, y revestía de negro los cuerpos que se aferraban a los cuellos de los vivos.

El tiempo pasó con demasiada rapidez. Antes de percatarse estaba cerca de Cuesta de Moras, la cual imaginó un espectáculo no más terrible del que había visto en las aceras de Zapote. Pero no pudo equivocarse más. En las dos esquinas que marcaban el fin del Paseo Rubén Darío se conjugaba una estruendosa caravana inframundana. La conjunción de dos bastiones de la muerte: la Asamblea y el Museo, que servían para rememorar lo que quedaba luego de las dentelladas del progreso —ese desperdicio informe con que se moldean inverosímiles quimeras—, conjugaban el horrible escorial de una batalla. Los cuerpos yacían mutilados, buscando inútilmente sus propios pedazos; quietos otros, como si no se dieran cuenta de que ya no les quedaba vida.

De vez en cuando a algún transeúnte, que ya llevaba a cuestas su muerto (o sus muertos), se le quedaba enganchado en el pie uno de esos cuerpos a medias; parecía arrastrarlo a donde fuera, sin darse cuenta, o sin querer hacerlo. Despilfarraba entonces por la ciudad esquirlas de ese fallecido, las cuales se impregnaban en caños, edificios, y señales de tránsito, listas para hacerse uno con el resto de pasados que oculta la capital —imperceptibles todos, mudos, partes de esa paz perpetua que falazmente reina sobre todas las cabezas, tan fuerte, tan impregnada, como aquel alquitrán mortuorio que manaba de periódicos, noticiarios y rezos del niño.

Se sentó vencido en una banca, abrumado por aquella realidad sin tregua. Ya no podía ver el más enfermo asomo de un pasado que todos pisaban, callaban, meaban.

En ese instante, al filo del colapso, dio una segunda mirada a aquel escenario giottesco, y vio lo único que le infligió una genuina sorpresa.

De tantos, sólo a uno había visto hablar con su muerto. El resto se movía en silencio, abstraídos, mudos, echando en las espaldas de su muerto también un equipaje extra, montones de verdades, de crudas certezas, que decidían reservar al olvido, tapujar y hacer un puño que rendía más pesada aquella bufanda de venas y ayeres. Así, si los miraba desde cierto ángulo, podía verlos sonreír, aún a quienes el peso les hacía casi arrastrar las narices por el pavimento. Iban contentos con aquello que andaban cargando y que hacía pesada su existencia, listos para llevárselo hasta su propia tumba y así aumentar el peso de su propio cuerpo al rodear los brazos de sus hijos, o hacer que todo lo que arrastraron quedara tendido en la calle, en los matorrales, y se hiciera parte de todo —de todos— aumentando el volumen del silencio.

Intentó emitir algún juicio, pero fue llevado a la esquina de lo atónito cuando comenzó a sentir un leve abrazo, casi cálido, alrededor de su cuello. Se puso de pie y echó a andar de vuelta a la silla en donde debía continuar su trabajo. Iba, sin embargo, con la frente en alto, todavía sintiéndose ligero.

Todos lo alzaban a ver, aún desde su más abrupto encorvamiento; quizá les extrañaba ver cómo iba, con cierto humor y sin ningún recelo, hablando casi a gritos por la calle, dejándose a veces soltar una risa, hacer un gesto de desdén o explicar tendidamente cualquier cosa.

Dijon, 01/11