lunes, 2 de agosto de 2010

Justicia /1 Lo Primitivo


Llamando a consejo a todos los Ahuab, Cuchumaquic les dijo: “Esta es mi hija, que ha procedido con deshonestidad

Popol Vuh, Codex Trocortesianus, XIX

Quod si quispiam contra hoc venire temptaverit, cum ira et severitate Dei omnipotentes beatum Arnulfum, in die universales iudicii cum omnibus sanctus, distrctissimum contra se habeat accusatorem.
Acta de San Anrnulfo, a. 968



A tan femeninas, inflexibles centinelas




Esperaba mi comida mientras escribía la carta, avituallado con mi uniforme escolar. A un tiempo imaginaba cómo los directores del Museo de Jade y del Museo Nacional se ahogarían entre aquella hojarasca de vacuas palabras; echarían la cabeza hacia atrás llevándose los ojos a la nuca y no pasarían de la tercera epístola. Estimado señor: por medio de la presente quería disculparme por actuar mal el viernes veinte de octubre del presente. Discúlpeme por favor, no era mi intención tener un mal comportamiento. No volverá a pasar. La próxima vez que vaya al museo me portaré mejor. Atentamente, Felipe Chávez, Adrián Saavedra, Alberto Guiyer, o cualquier otro escuincle.

La semana anterior, el grado había organizado uno de esos excepcionales ejercicios de contacto con el mundo. Un par de busetas fueron rellenadas de trebejosos infantes, viscoso tequio para las maestras a cargo de aquella excursión. Con el fin de salpicar un poco de cultura en los preadolescentes visitaríamos dos museos en la capital. El reto para las docentes era lograr proteger a los niños del mundo real y al mismo tiempo pasearlos por las calles josefinas. Ya habiendo ensayado los planes y convencidas de su autoridad, inauguraban el paso de la caravana desde Chile-Perro hasta a San José.

Como consecuencia de tan deliciosas necedades, bautizadas diacronía, hipertexto, o crono-exfrasis, o como simple manifestación impúdica de lo azaroso, el Museo Nacional hubo organizado una exposición en la que estelarizaban las expresiones de la sexualidad indígena. En las salas de aquella fortaleza de la historia —ara elegíaca de la ruina— pululaban por doquier enormes penes, ídolos femeninos provistos de frondosos senos y vaginas abiertas, esculturas de la cópula y demás trebejos porno-prehistóricos que extasiaban la mirada de los escolares. Las maestras ensayaban una artificiosa naturalidad, tragaban un nudo, sonrojándose, lanzándose miradas cómplices, invadidas por la inhibición y la necesidad de una estruendosa carcajada. Los niños señalábamos, mirábamos, nos absteníamos de tocar, evidenciábamos con la pueril malicia lo insondable de nuestra inocencia.

En un giro naturfacto, los hombrecillos aprovecharon el escándalo en los ojos de las niñas. Afluían las bromas y el torpe coqueteo; las alumnas escondían con una cortina de asco la curiosidad y el griterío hormonal. Ante los falos nervudos y las vulvas dentadas, las risas devenían sutilmente carcajadas. En un acto exógeno, compelido por la desesperación, una maestra se dirigió al guardia con el fin de interpelarlo sobre semejante contubernio. El sujeto respondió con tranquilidad, la solución más evidente era sacar a los niños de la sala, evitando exponerlos a tan inconmensurable obscenidad. Comenzó una secuencia de empujones y de órdenes que rompieron el paso sesudo y el silencio endémicos de los museos. El espontáneo ajetreo escindió la pavada de la primigenia experimentación, y la estampida que siguió devino incontrolable.

La emoción fue preámbulo a un relajo generalizado. Los niños comenzaron a repartir empujones, bromas, insinuaciones. El desorden se adueñaba de la partida de rapaces que trebejaban la paciencia de las dos maestras. Atados a sus bullentes corpúsculos, al filo de un desbordamiento onírico, no lograban controlar los efectos de su turbación. Y las ‘filas indias’ se desperdigaban, terminando algunas boronas en el flujo de las otras gentes; las voces aumentaban su volumen y se acompañaban de risotadas, pellizcos y chillidos estertóreos. Entrando al segundo museo, la volubilidad asesinó todo apaciguamiento, y comenzó entre los niños una persecución mutua que embarraba el desasosiego por igual en los niños y las señoritas . Todos nos sumíamos en la danza torpe de libélulas en celo, circunnavegando piezas centenarias, dados a la vía de los estambres. En cada esquina del museo se desfondaban malabares y jaleos, prorrumpiendo reproches de las maestros y los guardias de seguridad. Pero en la danza en pos de la ataraxia devenían imperceptibles los llamados a la endosis.

La algarabía fue sacudida por el ultimátum. El rumor de un terrible castigo correteaba el aire denso del elevador, que descendía. Los niños cruzaban miradas, algunos compartiendo la ansiedad, otros cómplices de una sorda risotada. Había quienes se aferraban al espor de una amenaza vacua y quienes tenían certeza de la inexorable reprimenda. Las institutrices discutían en silencio, mesurando la severidad de su respuesta, identificando a los culpables, vertiendo sobre ellos una frustración desatendida.

Mientras en aquel museo se desprendía nuestra libido primigenia, atada a lo que entendíamos como inocencia indígena, de vuelta en la Casa del Castigo, el parapeto de las maestras se hacía brillar. Al fondo se alzaba un ejército de cruces y se revelaba la divina decisión; ya la mano había sufrido el ardor de la ordalía. La institutriz superior dictaba el veredicto. Dado que los varones son los portadores de la turbación y su sexo a esa edad comienza a llenarse de concupisencia insana, el desorden, las mutuas persecuciones, los pestañeos incesantes en aquélla lúdica connivencia, las ganas y la excitación eran obra de esas criaturas.

Los infantes provistos de pene permanecerían una semana sin recreo de medio día, escribiendo cartas de disculpa a las autoridades culturales. Las demás disfrutarían de su recreo, libres en un ambiente sin amenazas sexuales. Así, pensaba el personal castrense, recuperarían su inocencia de princesas.

Aquella situación comenzó a tejer sobre las niñas intangibles delantales. Para ganarse el favor de los varones, las princesitas se dispusieron a traer de la cafetería bocadillos y refrescos para la prisión improvisada. Tomaban los pedidos antes de que sonara la campana, y con disposición servil se entregaban a traer los alimentos. Tocaban la puerta cabizbajas y le daban el encargo a la maestra, objeto de obligatorios agradecimientos, cumplidos y en ocasiones hasta algún desplante por haber traído papas de otra marca, mango cele sin limón, o haberse demorado demasiado.

Habrá que celebrar la educación primaria. Cada uno ocupaba su lugar. Los cautivos, suprimiendo el deseo tocarlas, las veían venir todos los días quince minutos luego del comienzo del recreo. Las doncellas, libres del contacto con posibles corruptores, iban arropadas con el manto de su futura, conyugal maternidad.