lunes, 18 de abril de 2011

De la tradición prestada/1 Motivo rumano o costumbri-futurismo


El doctor Colinescu terminó de limpiar el arma que nunca había disparado. La colocó en la gaveta donde convivían otros recuerdos, huevos de artrópodos, cartas nunca enviadas y un reloj. Exhaló, temiendo haber esperado demasiado en ese estudio umbrío donde el esqueleto de un radiador emitía apenas un candor raquítico. La puerta se abrió y era Él, listo para llevar a cabo la promesa.

Podía haber sido cualquier cosa, que su disposición no hubiera disminuido, así se tratara de tragar estrellas o secar los ríos. Pero los términos estaban claros, bien escritos en aquella nota. Desplazó su sombra por el parqué, alimentándola de aquéllas que proyectaban los muebles. Mientras andaba, miraba fijamente a Colinescu, buscando atrapar unos ojos que bailaban con embarazo, y con miedo. Tomó asiento, se acomodó la corbata, no profirió palabra.

Colinescu le entregó la nota. Recibió de Él un papel que contenía la dirección. Rodeó de nuevo su escritorio, y miró a través de la ventana que hería una lluvia congelada. Luego se volvió una vez más hacia Él, entregándole una expresión piadosa, comunicando, casi, que no había necesidad de llevarlo a cabo, que el tiempo todavía era augusto y no era imposible una vuelta en el camino. Afuera pronto nevaría y la tormenta borraría los pasos.

Él replicó con la ausencia de parpadeos, con ojos que reflejaban la determinación de que el mundo había adquirido una velocidad omnipresente y que la maquinaria no podía ser detenida sin destramar las bobinas que hacían caminar a la historia.

Colinescu comprendió aquella expresión, y dejó colgar sus pupilas en un movimiento pendular. Se metió la mano a los bolsillos, y pensó en el fin de las historias, en la ausencia de sueño, en la delicadeza pálida, en la sencillez y en el castigo. Dejó que sus dedos se movieran a lo largo del filo de su escritorio, como remarcando el desierto de la madera, la infinidad que yacía en ella y que él proyectaba cuando, de niño, solía colocar la mirada en el borde y hacía del mueble un valle solitario. Infante, veía cómo, en lontananza, se movían hombres solos, gotas de otredad, que se desplazaban hacia él con apatía, pero impulsados por una extraña voluntad a la victoria. Montaban caballos u otras bestias, a veces vehículos de una o tres ruedas que debían mover con el latido de su corazón.

Se impuso la premura. Colinescu lo vio ponerse de pie, perennizando la misma mirada, rápido y diligente. Él respiraba un humo de rectángulos negros que atravesaban triángulos anaranjados, emanaba letras, curvas, explosiones. Escurría un aceite con el que se lubrican los engranes, y las gargantas de las ametralladoras; eyectaba satélites, trompos y caleidoscopios, como transmitiendo su ímpetu en razón de Pi. Tomó la nota que Colinescu le había dado y la colocó en el bolsillo de su abrigo. Dio dos pasos hacia la puerta del estudio, alimentándose siempre de las sombras que proyectaban los muebles. Volvió el rostro, lento, miró a Colinescu como un decodificador de fichas perforadas, como un tratado de mitología, y partió.

Otro día, ya en la encrucijada, justo en la dirección que indicaba el papel, Colinescu miraba largamente la parrilla del caño cubierta por el agua congelada. Pensó en su caballo luego de ser bautizado, mojando el belfo entre la nieve fresca del sur de los Cárpatos, indiferente a las criaturas que tomaban turnos para halarse en un trineo. Recordó la cúpula de la iglesia de Motru, que sostenía una cruz, cuya sombra lamía suavemente la tierra; parecía, día con día, anunciar su lección de piano al clavarse en el riachuelo, movida por la luz de agua.

Lo creía imposible, pero lo escuchó venir, en ese trozo de segundo que cabe entre la ignición de la pólvora y el impacto del plomo. De seguido, la bala dibujó en el aire un estallido de rubíes, una explosión de engranes, ejes y resortes. Desde su sien, escaló por el cielo un armatoste de varillas, y de rieles. Se agujereó la penumbra con chispas, con turbinas, con soluciones de alcanfor, con brazos mecánicos que hacían avanzar ferrocarriles y desencadenaban el juego de revoluciones infinitas, que escupían, a su vez, motetes de un algodón tóxico y cápsulas que herían la estratosfera, rasgando las paredes uterinas del espacio, invadiendo con presencia los planos vacíos, esferizando los círculos, trayéndose abajo la luna para bogar sobre ella las aguas del Caspio, llenando de agujetas el tiempo, reduciéndolo a la luz, a los principios de lo eterno.

No le pareció inevitable, hasta el momento en que el proyectil le perforó una esquina de la frente. Cuando ya yacía sobre la acera, Él se acercó con pasos firmes. Su sombra se confundía con la de los edificios, bailando, casi, con la luz de los faroles. Miró el rostro de Colinescu, que mostraba una palidez hartiza de cavilación, y de silencio. Por sobre su tabique fluían aún los restos de aquella promesa.

Se guardó el revolver. Arrojó luego la mirada hacia las cuatro esquinas, al estilo de un sonar, o de un inquisidor de la ortodoxia, y partió.

Continuó andando, como si llevara los bolsillos llenos de plutonio. Caminaba cortante, golpeado, dejando asomarse desde su abrigo cañones antiaéreos, orugas de tanque. Respiraba fisiones y aclamaciones frenéticas. Sostenía la misma mirada impetuosa, siempre puesta en el avenir, como si se supiera condenado a una marcha perpetua, como si algo lo hubiera enterado de que, de estarse quieto, lo consumirían las sombras que proyectaban las futuras ruinas. El mundo comenzó a emitir un sonido, como el de clamores, como el de fusiles, como el de campos fustigados por la muerte. Él parecía escucharlo todo en razón de Pi. Tomó la nota, destruyéndola como si la expusiera al cianuro de hidrógeno, con las manos hechas una cruz de hierro, y partió.

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