sábado, 16 de octubre de 2010

Hierofania


Penetró la iglesia de La Merced a plena luz del día. Los colores con que habían renovado el templo eran medievales: rojo, verde, azul, sobre madera; el piso, un mosaico decimonónico como ese que todavía adorna las casas de la capital alzadas en los cuarenta, o cincuenta, y que forma figuras en gris, con un fondo color rojo vino. Entraba con curiosidad, tironeado por el deseo de reconocer un edificio que vivía sólo en la memoria de sus padres y del que las gentes decían que había quedado lindo después de la renovación. Luego de andar por ahí, repasar el púlpito con ojos cuidadosos y echar un vistazo al viacrucis, el altar, se percató del confesionario, y entró, sin pensarlo demasiado. Se esparcieron por el armatoste de madera viejas fórmulas, ya conocidas:

- ¿Cuáles son tus pecados, hijo?

- Buen día, padre, hace más o menos veintidós años que no me confieso. No me da pesar, y creo que eso está bien; y, para serle sincero, vine con fines, como quien dice, turísticos. Quería acordarme, tal vez, cómo era este asunto de la confesión, pero no tengo mucho qué contarle.

- ¿Eres católico, hijo mío?

- Pues sí, supongo, me bautizaron y eso. Hice la primera comunión.

- ¿Y los otros sacramentos? ¿La sacra confirma? ¿El matrimonio?

- Pues no. No estoy casado, y la verdad me dio tigra, digo pereza, eso de la confirma.

- ¿Pereza?

- Sí. Que siga cursos, que haga exámenes, que penitencia. No sé, todo eso era demasiado a los dieciséis años

- ¿Pero cómo? ¿No querías reafirmar tu fe en Jesucristo y en la Iglesia?

- Pues no. La verdad, no

-¿Y vienes hoy sin fe?

- Pues, no sé, como le dije, es más un asunto de curiosidad. Digo, ¿qué seguiría normalmente, una vez que se le he contado todo eso?

- Seguiría que me confieses tus pecados.

- Pero no tengo.

- ¿Cómo? El Único libre de pecado es el Señor Jesucristo. Todos cometemos errores

- Errores sí, pero pecados no.

- ¿No te arrepientes de nada?

- Bueno, al rato. Pero no así como para sentirme culpable. Hoy no, por lo menos.

- Si no tienes nada de qué arrepentirte, no tienes entonces por qué estar aquí.

- Suave, no se me enoje...

- No me enojo, pero así es como funciona este procedimiento

- Bueno, a ver, déjeme pensar. Tal vez se me ocurra algo. Una vez, esteee, me robé como tres mil pesos de un vuelto; es que le andaba haciendo mandados a mi patrón, y bueno. Pero la verdad que ese viejo tiene mucha plata y esa miseria no le va a hacer falta. No, entonces no me arrepiento. Déjeme ver. Bueno, varias veces le he dado vuelta, digo, he sido infiel. Pero a mí también me han dado vuelta varias veces, y así es cómo es la cosa en eso del amor, así que… pues no, tampoco me arrepiento, en esos juegos siempre alguien se lleva la peor parte. Ahora que me pone a recordar, una vez, en el colegio, me da un poco de vergüenza, pero hice que echaran a una profe que me caía mal. Después me di cuenta de que estaba embarazada y que, bueno, que no sabía quién era el tata de la criatura, o sí sabía, pero el tipo no estaba, o algo así. Entonces me di cuenta de que la muchacha no tenía cómo hacerle con el chiquito nuevo y eso. Pero, en realidad no me sentí tan mal en el momento, porque la vieja era tan, pero tan cabrona; no fue sino hasta que a Ceci, una amiga, le pasó algo parecido que me di cuenta lo feo que era, y bueno, ya habían pasado muchos años, demasiados como para disculparse. Luego me la encontré, ya grande, y vi que andaba con el carajillo en el uniforme de Barrio México, y caminaba de la mano con un mae, entonces la vara, la cosa, digo, le salió bien. de eso me di cuenta de que no había que hacer esas cabronadas; pero ahora que se lo cuento, la verdad no me siento tan mal, porque todo se solucionó. Esa no sirve, tampoco, ¿verdad?

- El sacramento dice claramente que tienes que arrepentirte para que yo pueda absolverte de tus pecados.

- Por eso le dije que no tenía.

- Lo que pasa, hijo, es que hace mucho tiempo que has vuelto la espalda a Jesucristo, y a su Santa Iglesia. Y ya no sientes culpa por tus malas acciones

-¿Será?

- Por supuesto. Te has vuelto un cristiano dejado, abandonado. Un fresco, como dicen en la calle.

- ¿Y no será que los pecados ya no existen, padre? ¿Que los que se ocupan de solucionar sus metidas de pata y procuran no joder a los demás no tienen nada de qué arrepentirse?

- ¿Quéseso?

- No. Digo. Créame que yo no venía para molestarlo; pero es que ahora me doy cuenta de por qué hace tanto no venía. A ver, no era por eso de creer o no creer, o todo lo que uno sabe que hace la Iglesia, aquí y en todas partes. Más bien era porque no tenía la necesidad de sentir pena. Si me hubieran obligado a confesarme, hubiera tenido que inventarme algo. ¿No cree usté más bien que la gran cantidad de cosas que la gente le cuenta se las cuenta por eso. Tal vez no sienten que estén mal, pero se obligan a sentirlo, porque usté se los dice, o la Iglesia, o sus tías y sus abuelitas. Si no existiera la culpa, pues, tal vez usté no tendría trabajo.

- Pero, ¿qué no le temes al infierno? ¿No tienes miedo de perder la gloria eterna?

- ¿Por haberme robado tres rojos, o por darle vuelta a la tramerita de Patricia? Yo no creo que me vaya al infierno por eso.

- Por eso no, ¿pero por repartir esas ideas de no arrepentimiento? ¿Qué tal si los tuyos te escucharan, te hicieran caso, y no se arrepintieran por cosas más grandes? ¿Tal vez un desfalco, un agravio contra otro? ¿No te da miedo, eso? Tú crees que la culpa sólo se le aplica a las fichas pequeñas, como tú? ¿No has pensado qué sería de la gente si la redención no fuera posible? Imagínate un gran millonario que tiene a su cargo la empresa que hace minas y saca petróleo. Para hacerlo destruye comunidades enteras, desperdicia y arruina recursos. ¿Qué pasa si a ese hombre se le aplicara el poder de la culpa, el del verdadero arrepentimiento? ¿No crees que cambiaría su camino, sus acciones?
¿Qué pasa si no hubiera culpa? ¿No piensas que precisamente es eso lo que hace que las cosas estén como están? ¿Que a todo el mundo le vale un comino lo que hace y las consecuencias de lo que hace, mientras se sienta bien?

- Suave, suave. Primero, yo dije que tenía que arreglar sus metidas de pata y no joder a nadie, para no sentir culpa. Entonces ese ejemplo no vale, digo, el que la debe la teme. Pero, después, ¿qué va a hacer que ese tipo sienta culpa?, si todo lo tiene a su favor, a veces hasta la misma Iglesia. Porque no todos los sacerdotes piensan como usté, mi padrecito. Yo no creo que sea tan simple como para meter a todo el mundo en una cazuela y hacernos un arroz con mango. Lo que pasa es que la Iglesia lo que hace es confundir a las viejitas y a los pobres diablos que difícilmente han hecho todo lo que usté dice.

- Cierto, no te lo voy a negar. Pero también he visto cómo hay gente que no tiene a nadie a quién contarle nada, y cómo no les alcanza para un psicólogo que les dé seguridad y les diga que todo está bien; y yo los veo venir con la cola entre las patas, a contarme cosas que les revuelven las entrañas, y que no las pueden decir ni a los amigos luego de quince cervezas. El sacramento de la confesión puede aparecer escrito como a ti te dé la gana desde el siglo doce, pero no sólo se trata de venir a que un viejo te diga que eres malo y que te debes arrepentir. A estas alturas es, más bien, un servicio a la comunidad.

- No, no me cambie la historia, padrecito ¿No me hablaba del infierno, usté?

- Pues sí, pero en eso hay que creer, es más que todo una esperanza. Yo no puedo pensar que todos esos desgraciados que andan por ahí, sin arrepentirse de lo que hacen, no la vayan a pagar. Y no hablo de gente como tú, sino de los verdaderos maleantes, los corruptos, los asesinos, los opresores, eso es la fe...

- Hasta aquí llegamos, mi tata. Por estos lados hemos aprendido que esa gente no la paga nunca. Se van con la señal de la cruz y los santos óleos para la tumba, en ataúdes de un millón de dólares, y los pueblos les aplauden y los celebran, o se olvidan de ellos, sin rencor. Lo que yo le quería decir es que lo que aquí se hace mal, se tiene que pagar aquí, y para eso toda la teología no nos vale nada. Pero no se preocupe, padrecito, usté no tiene nada qué temer, tampoco debería de sentir pena, ni por pertenecer a esta organización de ladrones y viejos corruptos. De hecho, yo creo que usté tampoco tendría que confesarse, si algún día lo obligan; al menos por lo que me acaba de decir. Me gustaría darle la mano, pero tenemos esta carajada de madera de por medio. Créame que hoy aprendí mucho. Valió la pena. Muy bonita la iglesia, también. Bueno, adiós. Cuídeseme y no se deje joder, que en el mundo hay mucha mala sangre. Y gracias.

Salió del confesionario acomodándose la faja y metiéndose las faldas. Echó otra mirada a la iglesia, que estaba bonita, y siguió su camino hacia alguna soda, o alguna cantina, donde dejaría terminar la tarde.

Setiembre '10

3 comentarios:

  1. ¡Genial! ¡Carajo, lo que me hubiera gustado a mí escribir ese texto! Bueno de verdad. Bien escrito, además. Me acordé de Federico ("Murámonos, Federico", de Joaquín Gutiérrez), que le quitó la virginidad a Estebanita en un confesionario de la Catedral. Tengo que escribir algo sobre los confesores y sus laberintos. Gracias, además, me he divertido.

    [Ahí me apunté como seguidor de su blog; me gustaría que usted lo hiciera en el mío].

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  2. Gracias, William. Federico es más que todo un pregonero de la esperanza, a lo largo de esa novela maravillosa. Me alegro que se haya entretenido.

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  3. Tardísimo, como siempre. Está muy bien el cuento, el diálogo está sabroso. A pesar de ser un tema harto masticado -no sé si en la literatura pero sí en el día a día- está tratado con una simpleza y una falta de pasión si se quiere por parte del personaje principal que no arriesga ni busca nada de la conversación que resulta "revelador" leerlo.
    Mucho bueno

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