domingo, 23 de octubre de 2011

El cliché



A veces eso del cliché funciona. Como cuando te encontré, atadas las manos a un libro, en un café y en Paris; como cuando me acerqué sin fingir desinterés, para pedirte tu encendedor mientras yo sostenía el mío en la otra mano, sin ocultártelo. No hay nada que yo pueda hacer. A veces el cliché funciona. Y yo murmuré algo sobre la porquería que leías (un libro para personas depresivas atrapadas en los lindes de su etapa anal), y vos dijiste algo más sobre los hombres con bigote. Yo me senté y te hablé sobre algún juego de luz que hacía la primavera con una cornisa, baja y añosa, que musitaba gotas acumuladas de lluvia. Y vos la miraste, de soslayo, y diste un sorbo a un té en que el que habías ahogado tres bolsas de azúcar. Por un rato pretendiste que algo te apuraba, que quizá debías marcharte, todo para ir a comerte un sandwich en alguna esquina, evitar miradas curiosas, y asesinar el tedio con la pantalla de tu celular. Yo pedí un café, haciendo caso omiso de tus tan vanas presunciones. Fumamos, hablando de donde veníamos, de qué hacíamos en aquel laberinto de banalidad y secretos. Se te olvidó entones la prisa; pediste otro té y, como una cigarra que estalla, giramos hacia el exotismo. Claro, Centroamérica, las lapas, los monos, el sol que no se apaga nunca, luego las playas, los bosques, las plausibles políticas de conservación y de paz con la naturaleza. Yo accedí, a todo, reservándome los comentarios sobre las osamentas que pululan en esas montañas, producto de revoluciones frustradas. No dije nada, tampoco, sobre los cánceres, las esterilidades, la miseria que se esconde detrás de esas calcomanías de bananos ‘Bio’ y cacao ‘fair trade’. ¿De qué valía?. Yo quería morderte el envés de los muslos y a veces el cliché funciona.
En cambio te conté sobre un amigo al que casi devora un lagarto, sobre plantas que echan raíces al aire y viven de una gota, igual a esas que pendían de la cornisa. Te dibujé un mundo de hongos fosforescentes en una montaña que se clavaba directo en el mar, en donde hace frío y en cuyo charcal saltan ranas de todos colores. Cerraste el libro y abriste los párpados, antes de hacerte de otro cigarrillo. Luego te conté cómo los indígenas envenenaban las puntas de las flechas con aquellas ranas, y cómo Cuculcán había surgido de un pozo de plumas azules y verdes. Había volcanes, lagos, leyendas, bosques nubosos, viajes en canopy, cascadas celestes, serpientes. Había felicidad, buena vibra, pura vida, salsa danzin’, playas infinitas que parecían ensartarse en el diafragma de las nubes. Había también un concierto, en la noche, de funk brasileño, que no es Centroamérica pero qué importa. Había que la entrada era gratuita y que yo iba con unos amigos que no vendrían porque no existían. Hubo que vos murmurabas algunos vocablos castizos y que te gustaba Manu Chau y algunas piezas de Shakira, a quienes yo he odiado siempre, pero que esa tarde me empezaban a gustar. Hablamos algo más sobre las iguanas, el rafting y los advenedizos. Y pasó que viniste al concierto, acompañada por unas amigas, menos guapas, que reían entre dientes al ver cómo bailábamos con las caderas pegadas. Yo hacía valer el sabor que se supone llevamos los oriundos de estas tierras, sabiendo que, objetivamente, tiene más sabor que yo un trozo de malanga cruda. Pero vos te dejaste perder entre los cantos del sinzonte, las culebras ataviadas con anillos y los pies haraposos de los chilamates. Yo me alegraba, porque a veces eso del cliché funciona.

2 comentarios:

  1. ¡Que dicha que volvió!
    Este me hizo mucha gracia y me hizo entender un error mío con el uso de los clichés.

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