miércoles, 21 de octubre de 2009

Agachatesta

Se repletó de aquel almagre que le teñía los nudillos; arrancó un empujón a la tierra mientras apuraba el paso. Involuntario alfarero, fue dejando moldes de sus pies hundidos en el barro, atravesados por trozos de ropa, envases plásticos y llantas en desuso. Sus venas parecían extenderse más allá de sus deseos y enramarse en el machete que dibujaba líneas torpes en el pedregal. Avistó entonces la casa por encima de la cumbre de la mala hierba. Acto segudido, cruzó trastabillando la quebrada, donde el verano había dejado un incomparable olor a mierda, paquetes vacíos de detergente, sacos de nylon y una poza amarillenta donde se lavaban tres zanates. Así que arrastraba los pantalones mojados por entre la hierba, sentía que abandonaba un mundo sin que otro posible se avistara para darle bienvenida.
La casa estaba ya más cerca; de sus adentros, la luz se fliltraba entre las cortinas, intermitente ante el paso ocasional de camiones y de bicicletas. Y el necio mozote se le adhería a la ropa encobrada hiriéndole los pies mientras oía entre el montazal el raer de las culebras, convencido de que al próximo paso lo adornaría una fatal picadura. Llegó sin embarg intacto al momento en que el monte comenzó a desdibujarse.

A la orilla de la calle, ya cuando se hacía visible a los transeúntes, deseó la muerte.

Sin tregua el aguacero continuó golpeando en las paredes de zinc, mojando las puertas enredadas en varillas de metal. Empapado, avanzó. De los pies le fluían terrones que abandonaba a su paso en la cara del asfalto. Bajo el aguacero, esperando el paso de dos autobuses, observó los hilos de agua que pendían de un luminoso letrero encima de una pulpería. Luego, como animado por un nuevo aire, se apuró hasta el pórtico enrejado de la casa sin mirar el tráfico.

De aquel escondrijo, teñida por la sombra se asomó una mujer con deseos de enterarse.
"Ya", le dijo con un aire seco. "¿Ya qué?". "Diay, ya lo maté".
"¿Lloró?". "Parecía un chancho después del primer martillazo". "¿Y los zapatos?". "Los quemé. Perate, dejame pasar...".
"Hay café" respondió la mujer, trebejando el cerrojo. "Sí, regalame un poquito. Sin azúcar". "Heiner... ¿pidió perdón el hijueputa?". "¡Qué va! Ese tipo de gente no se sabe arrepentir"