miércoles, 8 de septiembre de 2010

De la tradición caníbal /2


La búsqueda eterna e infructuosa

engendró un súcubo que deboraba infieles.


Primaba la lluvia. Preludio de un velo brumoso que más tarde impregnaría las cercas.

Se observaban verdáceas pasturas, aromatizadas con clichés y estéticas trilladas, en las que el adobe abría el paso a la madera y al piso de tierra. En el barro dormían los chanchos, refugiándose bajo las tejas de las gotas que despiertan a los moscos. El ganado se ocultaba bajo los jaúles o el poró crecido, y las lucecillas de a media tarde llamaban a los abejones, bailarines ebrios del nimbo que desafían en su tosquedad las leyes que rigen el aire.

También otros seres circulaban la luz intoxicados en un vuelo necio: zancudos, polillas y un grupo de hombres atentos a los charcos que golpeaba el aguacero.

En las mecedoras, atadas en su vaivén a la humedad y al tiempo, acababan un cigarro cada uno, encauzando la vejez en los surcos que les marcaban el rostro y que evidenciaban años de fatiga. La alopatía de aquella reuninón era el diálogo, que interrumpía a veces una risa corta, una bocanada de humo o un manotazo para espantar a los moscos. Otros estaban de pie, apoyados en la cerca que era el linde entre el hogar y la interperie, inyectando lacónicas interrupciones al diálogo que parecía fluir entre los que estaban sentados.

Otro más estaba por sumarse al sínodo, luego de sacudirse las gotas y escurrirse los cabellos. Era neófito a la tradición de la tertulia. Proveniente de un terruño empapado con banano, caña, oloroso ese día a madera y a una cerdaza que aguantaba enjabonadas fieras y conscientes, saludaba.

Reciénllegado, Roy era el único que se ahogaba en el torrente de la soltería, grueso estigma para alguien de su edad en aquel conglomerado de montañas. Poco amigo de las meretrices, despertaba siempre la sospecha de ser maricón. Su llegada por lo tanto era suficiente para que las mujeres invadieran la conversación, y que los hombres lo acusaran entre bromas de follarse vástagos, encerrándolo en las prácticas adolescentes del monte brumoso. Acto seguido, las caracajadas cercenaban el berrinche de la lluvia.

Ellos, que habían inaugurado el desfile de su prole desde los catorce años y que se alegraban de no tener que pagar más de dos pensiones por criterio alimentario, acumulaban la autoridad para reírse de él, construyendo con naipes y risas la hombría que orbitaba sus caderas y difundía su celebérrima reputación entre hembras y cantinas.

Normalmente, Roy bajaba los ojos, reía brevemente y ocupaba una esquina ensombrecida hasta que el afán de la burla se difuminara; pero esa tarde no tenía motivación para emprender efugio de las risotadas.

Al lado de su anafre, la noche anterior, mientras recalentaba una sopa de mondongo que prepraró la hija del otro peón, oyó que una mujer cantaba. La melodía, extrañamente, se alternaba con los relinchos de una yegua en celo que era tomada por el semental. Pero el Pastelo había sido apartado, Roy mismo había cerrado los portillos del corral, pues el ruco no podía conocer yegua hasta dentro de tres días; lo había dejado claro el mandador. Ahora se iba a ganar un problema, recién llegado y recibido con tanto ahínco por los primos de su antiguo jefe.

Sobra decir que salió de inmediato, despreciando el aguacero, armado con mecate y una linterna a pilas que le dio el mandador. Llegó al corral del Pastelo, que estaba agitado y erecto, goteando esperma de la verga, pero solo. Husmeó los alrededores y fue a ver el corral de las yeguas. Permaneían apacibles, algunas apoyadas al potranco y otras solas, sosegadas por el aguacero y la nocturnidad. Dio algunas vueltas y pensó que informaría en la mañana al mandador, luego de asegurar el portillo del Pastelo con otro mecate.

Antes de poder interrogar al semental sobre cómo había salido del corral y cómo había logrado entrar de nuevo, oyó el canto de mujer que antes lo había perturbado. Apuntó la linterna en todas direcciones, buscando arrebatarle a la noche el misterio de aquella canción.

Luego de algunos instantes de angustia, oscurecidos y empapados con agua llovida, logró distinguir un manto blanco que se manchaba de la noche persistente. Se acercó temeroso, y con el haz de luz de la linterna develó el contorno de una hembra que cantaba. El miedo no le prohibió apercibirse de las curvas pronunciadas que la tela apenas cubría, dejando asomarse los pezones y el vello abundante del pubis, ensanchándose y contrayéndose al son de un respirar ocioso.

Su mente fue azotada entonces por los mitos que atravesaban aquellas montañas y las piernas comenzaron a cederle —Tantas mujeres remojadas en leyenda, habitantes de lo umbrío y del desquicio—. Lentamente, la linterna fue revelando el rostro de la fémina, en el cual Roy proyectaba las lágrimas purulantes de la Llorona o la maraña de pelos de la Tulevieja, pero se sorprendió al revelar la luz rasgos marmóreos, una boca ardiente y ojos dulces que empataban una mirada profunda.

El canto había cesado, incluso antes de que pudiera notarlo, y en esos mínimos instantes, ella se dedicaba a mirarlo, sonriendo casi.

La distancia se acortó entre ambos y las manos de Roy se posaron sobre sus senos, repartiendo por el aguacero esquirlas de luz que burbujeaban desde la linterna. Sobre el catre era ella la que dominaba, enmudeciendo la lluvia con gemidos estertóreos, aprisionándole las manos. Le hería los ojos con los senos y comenzaba a mordisquearle los hombros, el cuello. La marea entonces empinaba y él sentía el pene adormecido mientas los gemidos se hacían ensordecedores. Observaba luego que los ojos iban enrojeciéndosele, y que los mordiscos se volvían punzantes, dolorosos. Cierto que pudo intentar liberarse cuando ella giró sobre el eje de su pene y comenzó a saltar desenfrenada mientras su respiración la cortaban súbitos bufidos; y sin embargo no lo hizo, sujeto al goce de aquel tironeo.

Comprendió entonces que era ese sonido el que había tomado por los relinchos celosos de las yeguas que el Pastelo penetraba. Temió, pero el placer lo ató al colchón gastado que amortiguaba los saltos de aquella criatura. Posó las manos sobre su cintura y le hundió las uñas, mientras ella le pateaba los costados, saltando más violentamente. Lo hundía entre sus labios empapados, que se contracturaban, preludio de fuertes balidos. Roy adolecía de un placer que no encontraba límites. Se asió de sus crines y se incorporó para abrazarle el cuello mientras ella intensificaba el brincoteo y sacudía la testa, pringando el suelo con las babas de su belfo.

De pronto aquella se volvió, aprisionándole el torso con las piernas, mientras intercambiaban mordiscos hirientes y ella se abandonaba a febriles temblores. Le enterraba las uñas en la nuca y lo ahogaba entre los vellos de su pecho. Roy estalló en la boca de su útero al ver que ella trascendía el punto del orgasmo, y luego besó su cuello peludo mientras su amante se desvanecía, roncando, aunada a los espasmos que le apretaban el vientre.

“Sos una bestia”, sentenció cuando su rostro fue de nuevo humano; de seguido se levantó y se echó el manto húmedo encima, antes de entregarse nuevamente al aguacero.


Roy les mostró los vestigios de aquellos mordiscos, las huellas de los aruñazos, y el síndodo fue compelido al más impávido silencio. Entre los hombres se miraban, arrastrados por la confusión, pero el estupor no daba pie a la duda, y las interrogantes se colocaron en el púlpito del oratorio.

La historia de Roy carecía respuestas. Cuál era su paradero; qué había hecho luego de atravesar la puerta y dejarse al temporal; quién era y qué nombre tenía. Los hombres se dedicaron a increpar por los detalles, a imaginarse esa mujer bestia que en la cama se tragaba hasta el más macho, cuyo umbral del dolor se extendía hasta aguantar la verga de un caballo, y que saltaba como fuera de razón, arrugando el mundo con los gemidos poderosos de una yegua en celo.

Todos comenzaban a desearla, admitiendo que nignuno conocía mujer así, que la más promiscua entre aquellos charrales se quedaba chiquita a la par de esa hembrona invencible. Examinaron de nuevo los mordiscos y continuaron fumando, interrogando, figurándose a aquella fémina monstruosa que comenzaría a quitarles el aliento, la calma, mientras despiertos se soñaban consumidos en sus piernas, halándole las riendas y la cola mientras le inflingían relinchos tras cada estocada.

Esa noche cada uno volvió a su mujer y la llevó al más atónito rincón del gozo; algunos fallaron, sin embargo, presas de la sobrexitación, y protagonizaron una irrupción de muy pocos segundos, seguida de palabras comprensivas y perdones maternales.

Julio ‘10