jueves, 8 de julio de 2010

Trozo /3


— Más sangrón le resultaba a Borges la solapada dominación gringa que el imperialismo nazi; no es de extrañar, Chacón, si entre Kong Fu Ziu y Schopenhauer sólo hay diferencias de estilo. Lo sabían todos los hombres antes de entender que el universo se extiende de forma infinita; ese hipertexto es mucho más que intersubjetivo, Bakhtín se nos queda corto, eso… lo que sentimos en ese espacio entre la pura visceralidad y la conciencia racional (o la pura conciencia, ese Bewußtsein de Hegel) eso es algo que nos precede, al menos como seres reflexivos; es anterior a la historia; es, contra todo lo que cualquiera pudiera pensar, netamente, esencialmente, propiamente humano. ¿Ves porqué ese hijueputa de Heidegger no andaba tan perdido?
— Sí, maestro, pero eso no es lo que yo leería en Pasternak
— ¿No era a Stapledon que estábamos discutiendo? —entonces ambos hombres fruncían el seño y alejaban la cabeza del torzo, hundiendo entre los hombros la barbilla. Accesos de hipo les influían un peso órfico en un párpado mientras junto a ellos, lejanísimas, las repeticiones de las tres anotaciones capturaban la atención de la cantina. Cantina que bajo el título de salón familiar estibaba un enorme volumen de derrotas y de sueños, preservados en un vinagre de nocturnidad y borrachera que invadía la capital en forma de un stuil hedor a añejo; tufo que hacía de esa esquina el corazón de un recoveco, uno de esos semiatados nódulos del tiempo que perpetúan las sonrisas de las gárgolas y la forma de los adoquines, y que en esta ciudad encadenan al hoy las voces de lo antiguo —que ha dejado colarse lo novísimo por entre el engranaje del progreso, arrojando un tejido de centros comerciales y lotes baldíos que se adhieren fuertemente a un colonialísimo victorianismo que parece sostenerse al filo de una pubertad estertórea. Pubertad en la que se sufre más que se procura la emergencia de vellos, espinillas, torres de oficinas, malles o heliopuertos, la que ha dejado en esa capital un renovado decó repleto de fisuras, por donde se asoman las ruinas más modernas, los vestigios más actuales, y por donde se filtran los hedores de la fritanga, del café, de la basura expuesta, de los extranjeros que se rebalsan desde la Plaza de la Cultura, del polvo de añoranzas que se acumulaba en Soda Palace, del humo de los buses en Avenida Segunda y de la alopatía de una mitigación perpetua, la que en su incompletitud hiede a un celebrado aliño que impregnará para siempre al Barrio Luján.
— Es que Monterroso siempre ha tenido razón, Everardo, aun antes de haber nacido: lo nuestro es una cultura lacustre: una pseudoconciencia llena de lagunas
— ¡Salud! —Apuntaba a la grandilocuencia con el vaso en alto
— Salud, mi hermano, salud —decía Chacón con los ojos cerrados, portador de un saco roñoso de corduroy púrpura y un pantalón de casimir que arrastraba por el suelo junto a una pesada pensión alimentaria.
— Todavía aquí, borrachos, hechos picha, abandonados por esta mierda ingrata —señalaba entonces al mundo girando los brazos. — Aquí, dejados a morir, nadie nos quita lo único que en esta hijueputa vida vale la pena, Chacón… ¿sabe qué es?
— ¿Qué es, papá?
— ¡Lo bailado! —sentenciaba con ardor El Rojo mientras se inclinaba sobre la mesa y miraba a Chacón por entre sus cejas pobladas. — ¡Nadie nos quita lo bailado! Y yo en esta vida lo he visto y hecho casi todo… Y ninguno de estos desgraciados me puede quitar a Heine, a Apollinaire, ni siquiera al hediondo de san Abelardo; nadie me puede quitar los recuerdos de aquellas mujeres hediondas a perfume urbano, en París, en San Petersburgo… ¡en Desampa! ¡Eso es mío! Es que, sólo al desalmado de Orwell se le podía ocurrir algo tan macabro, tan denostoso del valor humano como que te priven de eso. (Chacón piensa que también a Kafka se le había ocurrido). Por que lo que es a mí, don Vicente, a mí no me lo quita ningún alma en esta tierra, ¡nadie! Por eso me hundo en esta borrachera de mierda; con usté, con mi hermano, el único que todavía asoma la cabeza, porque todo lo que he visto lo dejo ahí —Decía, señalando la botella con un breve avanicazo de los dedos. — Y ahí se queda, flotando en ese petróleo refinado, en ese diesel del alma. Nadie entiende, Chaconcito, nadie. ¿Qué es eso de tomar para olvidar?, ¿dónde se ha visto semejante cosa sino en una película de charros de los años cincuenta amenizada por la voz de Pedro Infante? ¡Así toman los que han perdido mujeres, no los que las han dejado ir! Así toma el lumpen o al que le han quitado todo desde que nació y no sabe lo que es poseer, aferrarse. Pero esos hijueputas terminan borrachos de Cristo, gastando los días en las reuniones de alcóholicos anónimos, reencontrados con las familias entre besitos y abrazos, regocijándose en un nuevo comienzo de mierda. Casi que les hacen un especial en canal 6, a moco suelto, y luego se los ponen a este montón de hijueputas — decía alzando la voz y señalando con el mentón a la congregación de la cantina. — para que se contenten con la esposa y no vengan durante quince días. Ya después, los tiene usté aquí otra vez, quejándose de la misma mierda, llorando penas como ese estropajo — decía señalando al Tébis. — Yo, yo tomo para todo lo contrario, pa’ que lo qu’es mío no me lo quite nadie. Pa’ que de vez en cuando, borracho, o sobrio, se me asome Aleixandre y me recite enamorado una evlogía de Segismundo, p’acordarme d’Irina o del gatico pelirrojo de la otra, de Sonia. Tenés razón vos, o quien putas lo haya dicho, que ya antes de nacer estaba en lo correcto…
— Ojalá que pierda México — decía entonces Chacón, seguro de haber escuchado a El Rojo mil veces diciendo lo mismo, afectado por distintas inflexiones, aguzados algunos detalles y, sin embargo, lo mismo. Un casi innecesario manifiesto existencial, como justificando su alcoholismo frente a su más viejo compañero de copas, diluyéndose en aquel soliloquio como bicarbonato de sodio en jugo de limón.