miércoles, 27 de enero de 2010

Telémaco

Oh, do come out of that jug, and tell me,
do yo know where they have put my shadow?

J. M. Barrie



Como si la noche se estuviera derritiendo
y se colaran sus esquirlas a través de la tela celeste,
vio el asomo de las nubes
que se despedían reiterando una perenne bienvenida,
procurando,
compeliendo
a un mundo que alentaba detrás de las velas del barco.

Y redujo entonces sus suspiros,
esos accesos de anhelo,
esas añoranzas tardas.
Supo que atentaba contra un oleaje de sábanas que
orientaban sus arrugas lejos de sus piernas y así
ensanchó las puertas de las vías oníricas:
quieto,
huloso,
meneándose al tiempo de una brisa de bahía.

Hojeó los rostros que otrora habitara,
que gestuaban,
dejando adivinar lo antecedente,
trebejando el tiempo,
dúctil,
mascándolo y enredándolo en un vago litargirio,
deshaciéndose luego en sinécdoques y
reduciéndolo a la funda de su almohada.

Sobrevino de presto una faja de estrellas
que envolvió sus días horizontales
abandonando los amagos del reloj,
taladrando las columnas de la senectud,
de después,
de mañana,
de anciano,
aislándolo en ese momento,
preservándolo en la sal de mar:
versátil, flexible, flotante,
renovado en concurrentes hoyes que tabicaban los amaneceres.

Se supo eterno y rió,
prisionero de lo inagotable,
amo de todo lo que no se orienta y
que procura charcos de solaz y de bostezos.
Ungido en un aceite nacarado,
hediondo a pulpo
y a tifón,
mirando chorrear las estrellas
y pringar de luz la brea que
se cierne sobre aquellas páginas;
mezclando
y sorbiendo
un petróleo de letras nocturno
que lleva sus olas al pie de la cama
donde se maniata con mimbre una perpetua gestación...

sábado, 9 de enero de 2010

7/8


la máquina comienza a gruñir,
a masticar con avidez la materia extraña

Carlos Fuentes

- ¿Pero, qué hacen ahí todas esas sillas?
- Como pidieron, señor, ocho sillas de ruedas
- Pero si este vuelo con costos trae a quince personas, ¿usted cree que se necesitan ocho sillas de ruedas? Yo pedí una, no ocho; no sé si otros pasajeros las necesitarán
- No, pero si todas están a su nombre. Aquí está claramente, ocho sillas de ruedas, Ricardo Mora
- Bueno, vea a ver qué hace con las otras siete, porque una es la que yo necesito, aquí está el señor. Vení, Fernando, a las tres te pasamos. Una… dos… tres… ¡éccole, qua! ¿Qué tal, Nando, todo en orden, cómodo?

Fernando asentía con un bosquejo de sonrisa, agradecido con su cuñado por el detalle de viajar hasta allá para ayudar a traerlo de vuelta. Confundido, sin embargo, a causa de la abundancia de sillas de ruedas; ese número además, siete, tan cabalístico como los 312 caracteres que constituirían según los místicos el nombre de dios, tan trillado, tan recurrente, que perdería todo sentido, todo valor mítico, si no las tuviera ahí al frente, tan tangibles como él mismo, tan reales como esa enfermedad que le atacaba las rodillas y el cóxis, y lo había reducido a una de esas máquinas simples ---fatídicas--- cargadas siempre de maladía y debilidad. Él mismo imaginaba el cuadro, incluso lo llenaba de palabras, para contarlo después y sacar una risa a su mujer y a sus hijos, aligerando así la carga en la que devenía: Una clownesca caravana. A él, gordo, hinchado, desbordándose un poco de sí por los costados de la silla, lo seguía su cuñado que cargaba tres abultadas maletas deslizándose hacia la torpeza, y tras ellos, siete sillas de ruedas vacías que los escoltaban a través del aeropuerto.

El día era desdichado a causa de numerosas razones. Para empezar, los días posteriores al 20 de diciembre se volvían un infierno en cualquier aeropuerto, aun para quien tiene prioridad de paso. Luego, un intento de atentado en alguna de esas ciudades del centro de Estados Unidos había reforzado la seguridad y entorpecía el tráfico internacional. Además, no hace dos semanas se encontraba sano, dando sorbos a su whiskey fino, festejando el cierre de las operaciones anuales, visitando a alguna amante, satisfaciéndola. Hoy estaba en esa condición, temeroso de que el diagnóstico fuera certero y que la parálisis se extendiera a la columna vertebral, a los órganos vitales; acaso que se hiciera de toda su parte inferior, dejándole únicamente el recuerdo de lo que era el sexo. Y finalmente, porque dadas ya las condiciones de lo trágico, todo continuó saliendo mal: Su cuñado llegó a Managua alrededor de las nueve de la mañana, via San Salvador; un problema con la visa de entrada lo detuvo durante tres horas en el aeropuerto, sabiendo que a las dos de la tarde debían estar los dos de nuevo ahí, listos para viajar a San José. Ya superado el contratiempo migratorio, su cuñado esperaba encontrarlo casi empotrado en la ambulancia, listo para el viaje de regreso, y sin embargo la ambulancia no se había siquiera reportado. Tras numerosas llamadas, se enteraron de que cerca del tope sur de Montelimar, algún chofer desdeñó de la señal de alto y desalineó el eje delantero izquierdo de la ambulancia, hiriendo al copiloto y a un paramédico. Llegó entonces Fernando al aeropuerto en la parte trasera de una camioneta, amortiguado por una docena de almohadones, ayudado por cinco guardas de seguridad y cuidacarros que se coordinaban a gritos mientras aguantaban los ciento sesenta y cinco kilos que llenaba el hombre. Ahora, recién llegado después de múltiples atrasos, lo esperaban ocho sillas de ruedas junto a la puerta, como si pudiera depositar un poquito de sí en cada una.

Imaginaba que era la fuerza, la esperanza, el deseo de la propina lo que hacía que aquellos siete hombres lo siguieran, como epítomes de la inutilidad, pregonando con trompeta y estandarte “¡aquí llevamos un enfermo!”. Primero los odió, aunque con facilidad notaba la evidente comicidad del trensito tullido que lideraba cual locomotora grasa. Ya más tarde pensó en que disfrutaría verles la cara cuando sólo el primer asistente se llevara su propina. Pero antes de llegar al control de inmigración, sintió curiosidad. ¿Permitiría seguridad que avanzaran siete sillas de ruedas vacías, sin objeto, sin propósito? Y así fue. Entonces, les asignó algún valor. Ya no era claro el por qué de su presencia, aunque en su mentecilla empresarial el dinero seguía jugando un papel preponderante, pero daba ahora paso a más complejas, más trascendentales elucubraciones.

Cuando subieron al primer elevador pudo verlos nuevamente, desprovisto ahora de la sorpresa que inundó el primer encuentro. Quien los seguía inmediatamente era un hombre alto, de piel cobriza, pelirrojo y con la cara manchada de pecas. Fernando lo examinaba por encima de sus anteojos y no obtenía ninguna reacción; el pelirrojo sólo se limpiaba las uñas y se acomodaba la corbata. El tercero era un hombre pequeño, calvo, de piel oscura y ojos claros, probablemente un resultado de esa combinación genética que facilita la costa. Éste le sonreía y le guiñaba un ojo. El cuarto era un nene, no debía trascender los diecisiete años, y se ceñía de su teléfono celular como quien mama de la teta de su madre; probablemente enviaba mensajes a su novia alajuelense, quien le comentaba del encuentro más temprano con algún amiguito de secundaria, lo que le llenaba de rabia los ojos al chico y le subía los colores al rostro, mientras su dedo gordo tomaba velocidades astronómicas sobre el teclado. El quinto y el sexto habían hace rato entablado una conversación que consistía en pequeñas miradas, gestos casi imperceptibles, hondos respiros, levantamientos de ceja, sordos asentimientos y encogimiento de hombros. Parecían conocerse hacía años, haber compartido esta actividad monótona durante larguísimas horas, tal vez haber mitigado la abulia con algunos tragos de cerveza. Posiblemente ambos gozaban secretamente de lo insólito de las presentes circunstancias, tal vez sin saberlo; pero ese rato llenaría múltiples conversaciones en un bar o en las pausas tabaquistas, les otorgaría risotadas gratuitas, daría origen a múltiples versiones que se mezclarían en un collage de percepciones diversas, de contradictorios puntos de vista, les arrancaría incluso alguna perorata querellante, tal vez contra el pelirrojo, pues así –distraído- no era capaz de encontrarle la gracia al momento y sería tachado de idiota, de aburrido, de amargado, cuando en realidad a él ni esto ni la vida le importan un pito. Sonó el timbre del elevador.

Recomenzó así la caravana, en el mismo orden, mientras bajaban una rampa que conducía al reclamo de equipaje. Fernando intentó observar al conductor de la séptima silla sin éxito. Después de haberse volteado dos veces, su cuñado le preguntó si todo andaba bien, él asintió nuevamente y abandonó su objetivo. Encima de las tres maletas de mano que su cuñado cargaba –sin el más mínimo ofrecimiento de ayuda por quienes cargaban las sillas vacías—, otras dos maletas grandes debían de recogerse en la faja sin fin. Fernando supuso que esa nueva parada le daría la oportunidad de observar con cuidado al noveno miembro de su convoy. Se equivocó sin duda, pues sus maletas lo estaban esperando al filo de la faja, con todavía otro asistente que había sido compelido por la aerolínea a retirar todo el equipaje a nombre de Ricardo Mora y Fernando Calvo, que habían solicitado ocho sillas de ruedas y sólo dios sabe cuántas maletas traerían. Evidentemente este asistente fue depositario también de una pequeña propina, ante lo cual se dilataban los ojos de Cinco y de Seis. Quedaba aún un largo camino, rectilíneo sin embargo, y sabía Fernando que las oportunidades de descubrir a Siete se reducían considerablemente.

La maestría, la destreza para cavilar artilugios y trebejar artificios se vuelve acá innecesaria. Suponía Fernando que ya no vería a Siete y se resolvió a imaginarlo, de por sí sus elucubraciones sobre los demás no resultarían más ciertas. Lo imaginó un tipo cabizbajo, recóndito en su propio ser, inalcanzable por lo evidente del mundo, casi etéreo, sin nariz, sin ojos, sin órganos, libre también del detalle de una máquina soltera, engendrador de multiplicidad, de diferencia, libre del sexo, atado sin embargo a un ciclo vital de dos ruedas, a un camino que recorre un ocho horiztal. Titánico en su insignificancia, inútil, desprovisto de la voluntad de vivir, ajeno a esa voluntad, superior a esa voluntad…. eterno, desconocedor de lo fatal, libre en el tiempo, atado a un perenne presente, sin memoria, sin deseo, sin voluntad, más viejo que sus antepasados, más joven que su descendencia, desvinculado de lo fáctico, inconsciente de lo factible, como indeterminado, poseedor de una voz penetrante, una voz atravesada por todos los discursos, palabras de todos los tiempos, sin idioma, sin gramática, una voz pura, ingraficable, empujando aquella silla, escoltándolo al mismo tiempo que escolta a otros miles, como deviniendo la acción misma de escoltar, deshecho de Sísifo, límpido de carga, de peso, de necesidad, de objetivos, regado en todos sus fluidos, reconstituido, uno con sus desechos, con su sangre, con su vilis, y sin órganos, todo en un esferoide de lo ahora, lo que en cualquier tiempo, en cualquier lugar, en cualquier cultura, resulta implacable. Pero se dio cuenta el lector que Deleuze y Sartre son insuficientes para la sana justificación de un deus ex machina.

Entonces Fernando lo imaginó como era, como quería que fuera: un gran hijo de puta. Alguien que había procurado nunca dar más de a lo que el mundo lo obligaba, que había ignorado los llamados de emergencia de su esposa, de sus hijas, que había escondido los asomos de vergüenza en las grutas de meretrices de turno, o en los fiordos de borracheras intensas, y que ahora dependía del desprendimiento de sus seres cercanos para poder sobrellevar lo que la vida le arrojaba encima. En fin, se imaginó a sí mismo. Supuso que como él no habían dos, al menos no en el mismo elevador, no dos miembros de la misma caravana.

Pensó entonces que era un vago, un bueno para nada, un soliloquio carente de audiencia, un perro que meaba unas azaleas inoloras, dado a la nada, insertando el olvido en los minutos, forzando una apatía en la vida; hoy ahí, detenido sin pensar, parado detrás de esa silla de ruedas –la octava del desfile de la acedia—, sin razón, reflexionando sobre los gases que despedía los domingos, repasando con la mente algo mucho más trillado que el mapa de Hungría, tal vez un reality show, alguna canción del top ten. ¿Qué más podía ser el último de aquella línea? Si para él irse y desprenderse de aquel espectáculo era más fácil que para ningún otro. Sin duda, Dos, a pesar de su inconciencia, era vital para mantener la lógica de aquella marcha, de separarse él, o Tres, o Cuatro, fácilmente se desbandarían los carruajes enfermizos, Cinco y Seis, que aparentemente tanto disfrutaban el momento, difícilmente escogerían la deserción; pero Siete, ¿qué lo ataba? ¿no podía nada más irse, despertar a lo ilógico de aquella farsa, deshacerse del ridículo? Debía ser un idiota, una de esas ovejas que sigue a los otros, que hace siempre lo que ordenan, que imita siempre lo que ve, una barcaza sin rumbo, de esas que valdría la pena hundir, como esa pila de idiotas que trabajaban para Fernando y eran incapaces de un poco de iniciativa; esa empresa, apenas en pañales, era seguro se desmembraría sin un hombre como él, que pusiera orden, que impulsara ideas… Pero tal vez no era así. ¿Qué razón tenía entonces para permanecer ahí, para seguirlo tan ciegamente? Intentó verlo de nuevo, alterando al conductor de su silla, alarmando a su cuñado, pero ahora con plena determinación.
—¿Qué tal, Nando, todo bien? — Pero Fernando se ceñía en mirarlo, forzando la silla a la izquierda con su incontenible gordura, obligando al conductor a detenerse, alterando el ritmo de la caravana. Su cuñado entonces sotuvo apenas el carro del equipaje, incapaz de evitar golpear los talones de Uno, dando un dinámico paso lejos del camino de Dos, que golpeó con fuerza el carro con las maletas, forzando a Tres a frenar de improvisto, y a Cuatro, y a Cinco, lo que provocó que Seis atropellara a Cinco y lo sentara en su silla de ruedas. Siete se detuvo a tiempo.
— Puta, ¿estás bien, Nando? ¿Qué pasó?
— No, nada, es que…
— ¿Tenés que ir al baño?. ¡Alaputa!
— No, eso no es. Es que… esta carajada… el tipo ese, ¿quién es?
— ¿Quién, cuñado?
— Ése— dijo rascándose la nariz, escondiendo la mirada, procurando no verse en la reacción de Siete— ¡Bah!, no importa. Disculpame. Perdón— dijo mirando a Uno, un tipo amargo, de dientes roídos, practicante de un mutismo voluntario y portador de una cicatriz que le unía la ceja derecha con la parte superior del labio. Uno a penas reaccionó, mirándolo fijo, como quien reprocha a un niño necio; y sin más, reanudó el paso.

La cavilación que sigue es predecible. Fernando pensó entonces que tal vez ese sujeto no merecía la propina, que después de todo los demás también habían estado ahí, siguiéndolo, llevando esas sillas vacías a través de todo el aeropuerto, y ninguno, al menos, le había puesto aquella cara de repollo agrio. ¿En qué méritos basar entonces aquel premio? Porque cierto era que el bolsillo no alcanzaba para darle un poquito a los siete, lo mismo, por supuesto, porque equitativo no se puede ser a medias. Uno no recibiría ni la costra de una olla sucia. Dos se veía simpático, pero ahí absorto, encapsulado en su propia decidia, no parecía ser merecedor ni de un polvo pagado. Tres le había guiñado un ojo, signo de superflua amistad, breve demostración de solidaridad; podía ser uno de esos jugados, que le caen bien a todo el mundo, en especial a aquéllos que los pueden ayudar y de quien, asoslayadamente pueden aprovecharse un poquito, obteniendo un préstamo, un favorcito, cuidando un mandado, y sin darte cuenta terminás cuidándole a la hermana enferma durante seis años hasta el día de su funeral, donde el vivacho aparece y te llora en el hombro, agradeciendo tu atención, que sos un hermano, el mejor de los amigos, y por supuesto no podés enojarte con él, lo perdonás, y dos meses después estás cuidando a su mamá. A este no, mejor no, tiene eso caribeño, naturalmente engañoso. Cuatro. Tal vez podría comprarle un regalo de disculpas a su novia después de la escena que le va a montar hoy en la tarde. ¿Quién es ese desgraciado con quien estaba hablando? ¿De dónde lo conoce? ¿Por qué no me lo había mencionado antes? Cuidadito me doy cuenta de que me está poniendo los cuernos con ese hijueputa, porque lo mato, y después la mato usted si se me mete el agua. La verdad es que la historia ya se la conoce, cuántas veces no le dijo Fernando lo mismo a su esposa; ahora ya no quería contribuir a esa tontería, que se haga hombre este escuincle y aprenda bien temprano lo que es arrepentirse. Luego, si se le daba a Cinco definitivamente se le tenía que dar a Seis, lo que rompía todo el sistema: a uno o a ninguno. Volvía entonces a Siete. Lo pensó mejor; lo cierto es que al no conocerlo darle alguito era una acción pura y desinteresada, como lo son la caridad y la beneficiencia. Tal vez Siete venía de una de esas familias miserables que presenta la televisión en su “milagro de navidad”, con una hermanita tullida, padres drogadictos, habitante de un rancho de zinc y madera a las orillas de un río, casi en el suelo, con alfombras y sábanas cubriendo a los moradores de la lluvia. Algún conocido le habría encontrado el trabajito, halando sillas de ruedas en el aeropuerto, procurando cincos sin salario fijo para comprarle a su hermana el mismo artefacto que empujaba día con día, picándole las manos por tomarla nada más, sosteniéndose en su integridad contra el flujo del mundo. ¡Siete! ¡Puta! Lo que le cuesta la vida a la gente. Con razón estaba ahí parado, aferrado como idiota a la cola de aquella serpiente, con la cabeza baja y sin respirar, invisibilisándose y rezando porque el gordo amargado que iba adelante le soltara algunos pesos, pocos, algo, lo que fuera. ¿Por qué no? Esa era una posibilidad tan buena, tan probable como cualquier otra, como que fuera un maniaco pedófilo que mantenía un bajo perfil. Pero la vida tenía que haberle enseñado algo a Fernando; esta enfermedad podía superarse sólo con una actitud optimista. Valía pensar lo mejor de la gente, lo mejor de sí mismo. Nada limitaba a Siete, ninguna mala espina que le dieran sus ojos, ningún mal olor que le transmitiera su estancia, su movimiento, sus gestos. ¡Siete, el mejor de lo hombres! ¿Por qué no? Y ahí decidió Fernando quién recibiría la propina, el triple de lo que pensó originalmente, porque ésta era una de las apuestas más importantes de su nueva vida, una vida atada al vehículo en que andaba, empujado por un desgraciado y seguido de siete sillas de ruedas vacías.

Llegó a la salida del aeropuerto, donde tantos esperaban, algunos con ansiedad, otros con rótulos fosforescentes que llevaban algún apellido seguido de “Banana Tours”. Estaba ahí también su ambulancia, con dos paramédicos y otra silla de ruedas, más resistente, más implacable. Atravesó la multitud, todavía acompañado por la evaescente caravana. Su cuñado dejó de lado el carro del equipaje y señaló a los paramédicos, que lo tomaron sin preguntarle y lo postraron sobre su nuevo carruaje. Fernando intentó volverse, alcanzar su bolsillo, causar conmoción, llamar a su cuñado, hablar, tomó la bata de uno de los paramédicos, pero ambos permanecieron inmutables mientras lo subían por la rampa a la ambulancia. Fernando volvió la mirada, dilató los ojos, forzó una expresión de sorpresa, de incomodidad, mientras veía a su cuñado darle algunos pesos a Uno y entablar luego un pleito con los otros, defendiéndose a gritos de Dos y de Cuatro. Tres fue víctima de un gesto de desprecio con la mano cuando intentaba hablarle suave, calmarlo. Los paramédicos mientras tanto acomodaban las maletas junto a la silla y Cinco y Seis permanecían al margen hablando con Siete, que observaba sorprendido aquel escándalo, retrocediendo un poco, dándole algunas miradas a Fernando, que callaba, víctima de un peso indescriptible, atado a aquel armatoste de metal y de cuerina, acelerándosele el pulso, sin tregua, sin pausa, invadiéndolo los sentimientos, los recuerdos, la determinación de un nuevo él, ahogado en una confusión idiota. ¡Siete! ¡Siete!
— ¡Siete!
— ¿Qué? —contestó su cuñado— ¿Siete? ¿Cómo le voy a dar siete?, ¿no ves?

Entonces entró su cuñado a la ambulancia, abandonando el coro de reclamos de los asistentes— ¡Vámonos! —Arrancó el conductor la ambulancia y los dos paramédicos ingresaron a la cámara donde Fernando se anegaba en sobresalto. Apenas habiendo abandonado el aeropuerto, tras un corto vistazo de la caravana amotinada, Fernando se volvió a su cuñado y sentenció —Ricardo. Qué hijueputa sos.