miércoles, 30 de diciembre de 2009

Domi cum patris post viginti


Volvió al momento la mirada, como intentando castigarlo, demandándole muda una respuesta sobre su tardanza. Hervorosa de deseo, deseo por averiguar dónde había estado, con qué amigote de turno, en qué cantina de mierda, tomando qué guaro, a la sombra de qué nopales de plástico o de porcelana, así retornando siempre a lo inminente, mega en lo trascendental de lo implacable, de lo inevitable; consciente de que todo lo perdido en la conversación, en ésta, en cualquiera, no lo llenaba ninguna respuesta. Entonces, sorda a la replicación, dijo: “¿le fue bien, m’hijito?”

lunes, 21 de diciembre de 2009

Trozo (1)*

*Por lo del Cuartel, pero también por otras cosas

Recorrió la calle, en sus costados se adivinaban casuchas cubiertas de sucesivas capas de pintura, rosado, cereza, turuesa, aseguradas con rejas contra el hampa y los influjos de Avenida 7. Luego de unos pasos divisó un callejón entre dos edificios, un callejón encerrado, cortado del mundo por un portón de metal aliñado con varillas retorcidas. A lo largo del callejón, limitado por paredes de madera, se divisaban numerosos almácigos que dotaban de un verde precario el norte de la capital. Maikol llegó entonces a la oficina del contador, ubicada en lo alto de una tienda de electrónica. Sabía ue debía peetrar el escondrijo abarrotado de mostradores de vidrio y antenas de televisión que se extendían como esqueletoss de palomas en el cielo raso; debía preguntarle a alguno de los vendedores por Badilla, quien de mala gana lo iría a llamar hasta el segundo piso, saldría entonces de aquella guarida de trebejos anticuados, útiles sólo para aquéllos cuyas billeteras alcanzaban sólo la tecnología vigintisecular; se pararía frente a la puerta adjunta en aquel estuario de múltiples ritmos, esperaría a que bajara Badilla comenzaría el juego de la hipocresía. Y así fue.

Lo que Badilla llamaba su oficina era el claro al que conducía un camino serpenteante de gradas y balaústres despintados, donde un piso incrustado de conchas desembocaba en un claustro de paredes blanco hueso. Habían tres escritorios, dos archiveros y una mesita de vidrio que habría de servir al café de la tarde y al periódico de la mañana. El piso entonces había devenido un mozaico rojo de pintillas blancas, del cual emergían vrias sillas que, como el edificio entero, traían al hoy los años de 1950 y vertían sobre los hombres recuerdos ajenos, de sombreros y carmín, de novedad añeja, de casimir, de radionovelas, y del griterío del mercado que una vez envolvió la esquina de la calle 6 y la avenida 7.

La oficina estaba compuesta de una serie de espacios colisionados y a la vez independientes, Maikol había comprendido hacía tiempo la lógica de Badilla: esos espacios eran algo así como santuarios, algo así como las capillas laterales dentro de una iglesia, dedicados cada uno a a un tema específico. Cerca de la puerta, una pizarra de corcho aguantaba recordes de periódicos del mes en curso -esa era la capilla de la actualidad- escogidos entre las noticias aquéllos que tenían que ver con el fútbol y el crecimiento económico de la región centroamericana. Más cerca del escritorio de Badilla, encima de su asitente avituallado con el uniforme del Club Sport Cartaginés, se encontraba el rincón patriótico, dnde algunas banderas nacionales provistas de una ventosa vertían su sombra sobre dos calcomanías que leían "Sí al TLC". Junto al escritorio de Badilla, en cambio, se encontraba el santuario de la ubicación, donde un diagrama del sistema solar era seguido en orden descendente por un mapa de Centroamérica y éste por un plano del centro de San José; forma harto compleja de decir "aquí estoy yo".

Trozo (2)*

Comenzaba entonces la danza de los números y Maikol sentía la urgencia de mirar por la ventana para huir de aquella desidia; se lo impedía, pues sabía que su trabajo, monótono, estoico, dependía de aquellas operaciones, per además porque a través de esas cortinas sucias y vidrios opacos sólo staba San José, en una de sus expresiones más tristes: Tierra Dominicana; y que ahí no tenía para ver sino la miseria del vagabundo y la vida diurna de las prostitutas. Cierto que no era el bajo de Cuesta de Moras donde, al pie de los negocios que vomitan reggeatón, adolecen las calles de una hemorragia de aguas negras. En este Norte que tan rápido deviene Oeste hay otro aire, Maikol no lo entiende -lo que no quiere decir que no lo perciba- pero ahí se condensa la vida de hombres de antaño, resuena aun el griterío de los mercados, se siente pasar el Ronda en su bicicleta con una empanada de papa en la bolsa del saco, se adivina el paso de los reos hacia la Penitenciaría. Ahí se diluye la circunferencia de las horas, entre aquel caserío que forma un lago de zinc oxidado que parece expandirse en su oleaje cuando se sube la cuesta que ata Barrio México con el final de la Avenida 7. Un lago habitado por fértiles islas que de cerca se distinguen como almácigos de plátano, lago donde se hunden las calles y de donde emerge la Santísima Trinidad; ahí los piratas manejan un camión repartidor o rebuscan entre la basura, los tiburones se alimentan con piedras de crack y los guapotes pican los bolsillos de los transeúntes. Y en esas aguas, en su biodiversidad incalculablemente humana, Maikol no se quiere sumergir. Le basta vivir en Ipis y ver pasar los cardúmenes que bajan desde los Cuadros y desde Purral para saber que las orillas son apenas seguras y que el risego de aventurarse aguas adentro puede ser otro que perder la vida; puede ser el contagiarse de aquella miseria, de aquella rampante mediocridad, perder la sana distancia víctima de la conmiseración, o de la lástima, y arrojarse a tratar con problemas que no tienen solución. Sabe Maikol, y lo sabe bien, que en medio del olejae de las latas, subir la ventana no basta y que toda la melaza de la purria inevitablemente inundará la nave. Lo que ha oído, y lo que no entiende, es que hay aquél que penetra esos mundos de voluntad propia; unos para intentar ayudar y otros -los peores- para intentar encontrar ahí lo que no logran ver otros, para echarle un baldazo de real maravilloso y balancearse con un diletante paso entre el ardid escritural y el turismo del subdesarrollo, "para revivir a Bukowsky -decía otro- y sentarlo a comerse un ceviche en el Mercado Central". Como si la sensibilidad lo excusara todo. Pero eso a Maikol lo tiene sin cuidado, a fin de cuentas, él ni siquiera sabe que las favellas de Río de Janeiro son atravesadas por buses de turistas norteamericanos. Él sabe que está ahí sentado frente al contador en aquella oficina adornada con aras inintencionales, resolviéndole la vida a Dillinger para que pueda pasar dinero desde Panamá y financiar así sus inversiones, entre las que están numerosos Night Clubs donde los extranjeros visitan la entrepierna de tantas que habitan los inmuebles que componen aquel cuerpo de agua.