miércoles, 18 de noviembre de 2009

Justicia /3 (Guadalupe)

Balanceaba los brazos con torpeza, arrastrando los pasos, vistiendo bucles desordenados, bigote, y una chaqueta de cuerina negra.
Guadalupe: ese pueblo atravesado por lo urbano, como invadido por lo urbano, que parece resguardar la intrínquilis de la penumbra bucólica, humedecida con salones de baile, salas chinas karaoke, cantinas vequísimas y desteñidas en el interior a fuerza de la corrosiva mezcla de tristeza y alcoholismo. Esas son las cuadras que habita, por las que pasea su tensa parsimonia, viendo cómo las muchachas se cambian de acera ante su avistamiento. Tiende a dormitar mientras se escurre entre el ajetreo de los chanceros, inmune al aire navideño que reside en los chinamos y que se desborda sobre las aceras fundido en luces parpadeantes. Hace las de un moscardón en aquellas avenidas rancias, saltando de esquina a esquina, de chamba en chamba, exprimiendo los caldos ambarinos del desecho, algunos pesos, aquí y allá, que calmen a los acreedores y lo lleven a final de mes.
Tiene algunos hijos; suyos siente a dos, que lo han acompañado, cree, más tiempo que los otros y en alguna ocasión lo juntaran de un caño, empapada la nariz en sangre, quebradas las costillas y dos dedos. Las calles que lo refugian contienen a sus amistades y a tres hembras que sufren su libido, de forma ocasional, espontánea, asidas a la esperanza de que, como aquella vez, apareciera hacia mitad de mes con algunos pesos en la bolsa y se los entregara acompañados de un “tomá” que antecediere un beso avituallado en su bigote hediondo a meretriz.
Al doblar la esquina, lo vio comenzar, sin sospechar el acto que seguía, ignorando cuánto del evento no sería sino su propia agencia. Harold, la ratilla de Purral que se creía pregonero de una nueva cáfila, progenitor de una inminente piara de carteristas, traficantes y tachadores, se le acercaba a un saco de huesos movido por la inercia de setenta años. El anciano sobrepasaba apenas el metro cincuenta y llevaba una camisita a cuadros, un chonete y una reuma crónica que le dificultaba cargar el bolso de punto en el que figuraba una mazorca. Sin introducción, libre de las amarras que son las palabras, los llamados de atención, los gestos, se abalanzó Harold sobre el viejo propinándole un golpe en la frente y llevándolo al suelo. Mientras el anciano se cubría con los brazos el rostro y pataleaba torpemente, las manos del joven le invadían los bolsillos del pantalón, la camisa, penetraban el bolso, lo vaciaban, sustraían su billetera. Notaba el ladrón que el viejo lloraba, retorciéndose como un batracio extraído del agua, intentando con la voz quebrada rogar por auxilio; entonces acercaba su cara a la suya, arremedándolo, riéndose, tras lo cual el viejo le propinó un izquierdazo en el ojo derecho: momento en el que el otro hombre, que había detenido su paso, aun cubierto de aquella chaqueta de cuerina negra, se arrojó sobre el ratero y le acomodó la quijada con dos vituperantes ganchos. Ya en el suelo, lo alcanzó de súbito su adolescencia y lo condujo al llanto, tras lo cual el hombre le recetaba puñetazos en los costados, en el rostro y en la cabeza, como urgido por enseñarle lo que era la calle, coartando su pueril insolencia y sus pretensiones rezongadas, sacándole a patadas el deseo de volver a bajar la montaña que separaba Purral de ese pueblo anudado, centro de inmisericordia. Entonces, las botas estallaban en sangre detrás de la cabeza del ladrón, que había ya cesado sus quejas, y continuaban encontrándose con su cadera y con su coxis, aunando en Harold saltos y retortijones. No oía las palabras del viejo que, invadido de extraña quietud, sentenciaba “ya, ya, estuvo bueno”; continuaba propinándole codazos y coces, ya manchadas de sangre las botas y las mangas de cuerina, como depositando en aquel estropajo la rabia que traía por causa de querer vivir, por el miedoa expirar que lo dejaba desahuciado en la autoconservación.

Y así le trajo la muerte, mientras pateaba frenético el joven cadáver, sintiendo apenas los brazos del anciano que lo abrazaban y con una fuerza exigüe lo alejaban de los restos del rapaz.

Nunca había matado a nadie; pero esa tarde conjuraba el proscenio de un crimen. Antídoto de lo real, pero amago de lo verosímil: en aquella esquina, rodeada de ocho casas, donde doña Paquita Manzanares, Heidy Rojas, la familia Cerezos y los Prieto dejaban discurrir sus vidas, nadie presenció el hecho sino el viejo, víctima de la fetidez de aquel capo de la purria. Entonces, el hombre, que había guardado silencio la mayoría de su vida, era incapaz de impedir el rebozo de sus pensamientos. Se volvía hacia el viejo y dejaba escapar apenas de manera inteligible “se lo merecía ese desgraciado; el que la hace la paga; debía de estárselo esperando; pase lo que pase, doncito, yo no me arrepiento; échele tierra a esa rata hedionda y vámonos, lo acompaño a la esquina, luego… si te vi, no me acuerdo”.

El viejo entonces respondió “yo lo conocía, era hijo de un Luthier de por allá arriba, en Platanares, que construía guitarras a cambio de sueños; Emiliano, que se llamaba, lo echó un domingo de la casa, tras encontrar que discutía con su madre a causa de unos polvos blancos que le había encontrado entre las cosas del colegio. El güila estuvo un tiempo viviendo en el Alto, en casa de un primo que lo introdujo en este mundo de mierda; pero el carajillo resultó el más bravo de todos… todo lo que tuvo que aprender lo terminó enseñando al cabo de unos meses. Lo respetaban esos hijueputas, más que a nadie… esto, güevón, no se va a quedar así. Una tarde de estas lo van a venir a buscar, si les da tiempo le van a preguntar si en realidad fue usted, no porque no sepan, sino porque le quieren ver la cara cuando llore pidiendo perdón. Mejor que sea rápido, unos balazos que lo alcancen en la espalda cuando se asoma a la cantina de los miércoles, y no que lo agarren borracho, un sábado, se lo lleven a algún lote baldío de Paso Hondo y le saquen las tripas. No se crea, miherma, el que no se acuerda si lo vi soy yo. Gracias, y que dios me lo acompañe; que hoy usté mató al Pizuicas y eso se paga con sangre.”

Pasados los meses lo vieron, balanceando los brazos al trote, llevándose cigarros a la boca, ebrio incluso, abrazado de alguna mujer después de una noche de cumbia, riendo a carcajadas con el panadero, apostando en las máquinas de azar junto al Guadalupano, dejando perderse las horas entre las arrugas que fruncían su chaqueta de cuerina negra.