sábado, 29 de agosto de 2009

Pagliaccio

estaba,
ya tendido el telón ,
ahogado en tan triste condición polícroma...

viernes, 14 de agosto de 2009

Acto Quincho . Esquela I


There is no ancient gentlemen but gard'ners,
ditchers, and grave-makers.
They hold up Adam's profession.

Shakespeare, Hamlet


A éste habrá que darle para el pelo.
Lo cual sería lástima, porque debe ser hombre de mérito

Ramón María del Valle Inclán,
Luces de Bohemia




-¡Pero es que el mae era carpintero y maestro de obras!
-No puede ser- y la risa se filtraba entre aquellas palabras con aroma a guaro; faltaban sólo instantes para que se desfiguraran en una unísona carcajada. Entonces, de entre los dientes de los comensales se asomarían fibrosas boronas de yuca que habrían de precipitarse hasta la mesa amarilla, se posarían luego sobre los individuales como una mancha de ketchup en la barbilla de una mujer deliciosa.
La esposa de Raúl intentaba contener los influjos de la hilaridad; se apretaba el estómago con un brazo, y con el otro se rascaba el lado opuesto del cuello mientras refugiaba la mirada entre las plantas de moringa y matazanos que adornaban las cortinas. Algunos indicios de risa le tensaban efímeramente los labios, tras lo cual se levantaba y pretendía arreglar el fregadero, impecable y ordenado, o sacudir un polvo invisible y cósmico que se alojaba sobre la televisión.
-Y el Chepón, que es un tonto, tan bueno que hasta da cólera, decía "no, no, no se preocupe, es un errorcito que se arregla en dos minutos...". Yo volvía a ver a este zopenco- decía dando una palmada en el hombro de Álvaro - y el idiota estaba apunto de reventar de la risa. ¿Yo qué hacía?
-Ah sí, güevón, pero yo no sabía que el tipo era maestro de obras; ahí sí me hubiera visto usté orinándome, seguro.
-Ay, pero pobrecita la familia, usté sabe qué cosa más espantosa, ¿ah? - Cubría así Suiri la conversación con ajuares de moral y culpa.
-Como quiera mi amor; usté tiene razón. ¡Pero ahí usté igual hubiera soltado la risa a patada suelta! Es que ver venir a Chisco Estrada, gordo, peludo, con esa nariz de bolillo de lira, chato como una tapa de caña dulce, entre los cuatro que cargaban la caja y después verle la cara de susto, esos ojillos brillosos de lechón, cuando no cabía la vara. - Pausaba repentinamente para dejar escapar una virulenta carcajada - ¡El desgraciado de Quincho! Si ése es el colmo de un carpintero, que el ataúd no le quepa en la tumba.- Álvaro interrumpía con una voz quebrada y filtrada por accesos de punzante hilaridad.
-¿Pero quién fue el idiota que hizo las medidas?
-Pollo, claro -- y una suerte de bramido breve y generalizado evidenció una picante connivencia -¡Si ese hijueputa hace los círculos con regla!
-Bueno, ¿pero qué hicieron? – Se desbordaba así de Suiri su curiosidad fisgona
-Diay nada, mijita. tuvieron... ¡tuvimos! que agarrar la pala y agrandar el hueco. Si no es fácil, en ese cementerio elegante ponen cemento adentro de la tumba. Hubo que bajarse, y romperlo, y rellenar otra vez, papá, y esperar que secara.
-Imagínese, Suiri, ¿quién se iba a quedar? Si eso lleva como unos cuarenta y cinco minutos - Interrumpe Álvaro. -Sólo se quedó un mojigato ahí, un amigo dicen. Un muchachillo fláccido y esmirriado, de ojillos verde musgo. Tenía el pelo rarísimo, como peinado con gomina, como hacía mi tata. Y ahí se quedó, de pie, viéndonos cavar el hueco y escarbar, y romper el cemento, mezclar, y chorriar, y esperar a que secara, y luego bajar el ataúd. De pie, encorvado como un gancho, sin dejar caer ni una sola lágrima; como abatido, enojado. Después de que cubrimos la tumba, el hombre se fue queditico. Callado, con las manos en las bolsas, volviendo a ver pa' todos lados... y después, ya cuando iba bajando el camino hacia la calle de Curridabat, dice el Cholo que lo oyó cagándose de risa.
-¿Qu'es eso? – expresaba la mujer con desencanto
-Pero este hijueputa no te cuenta que el desgraciado se estaba cagando de risa cuando escarbaba. Tenía que cerrar los ojos y hasta le bajaban las lágrimas de la carcajada que estaba aguantando.
-¡Pues sí! ¿A quién le pasa eso, güevón? Tengo diecisiete años de estar yo en esta vara y nunca, papá, nunca… Había que reírse. Puta. Pero yo no sabía...
-¿Qué?- Pregunta Suiri
-Diay, que el mae era carpintero y, además, maestro de obras.


Marzo, 2009.

domingo, 9 de agosto de 2009

La Maestra

Para mí era inmensa; en su magnitud se perdían anáforas y lápidas. Yo imaginaba su guarida como hecha de montañas de aserrín y de notas al pie. Su redondez inundaba la sala, cubierta de tela floreada y coronada de eléctricas canas, abandoándose al zumbido de un ceceo dormitante, razonando lo inconmensurable de mares de barro, de negros mandingos y de los manjares de la bocaracá. Yo suponía que de la misma materia de la que se componía su grosicia estaban hechos aquellos planetas entre los que brincaba su pequeña Majestad. Luego, hablaba; y su vocecilla endeble apenas excedía las fronteras de su colosal circunferencia, aun cuando repetía hasta el hartazgo la sentencia: 'Cocorí'.

Marzo 2009

Fuego /1


Supuse que se apartaría Roberto de aquel caldero, en vez de dejar aparejarse entre todos un aguzado estupor cuando se achicharrara el panículo de su entrepierna.

Sapiencia Josefina

También los hay snobs. Y entre ellos, Federico lleva el estandarte. Y tan snob es, que es exclusivo su snobismo.
Un snob no Federico: dícese de para quien la erudición y la expresión críptica son sólo formas de un dialectillo que, compartido entre uno o más snobs, se transforma en una suerte de mutua masturbación. Típicamente, su preocupación sobre los últimos instantes de John of Salsbury equivale a la posesión de algún bolso Chanel, o de las medias de saison de Louis Vuitton. Se dan en grupos o parejas y su asintótica aproximación a los límites de Federico se acompaña de conversaciones sobre el hipertexto en forma de un coctelillo de Vermouth o Bombay Sapphire.

Federico, en cambio, muestra un preocupante y sincero interés por los detallitos que lo llevan a portar su epíteto. Se le dibuja una expresión inquietante al momento en que se refiere a la mala preparación de un té Darjeeling y lo conduce al desasosiego la ignorancia de la composición del Cartulario de Nantes. No podemos evitar sentir por él una cierta simpatía cuando solicita ‘cerillos’ en un autobús del mercado o sufre de ‘gastralgias’ en una droguería de provincia. De ahí que caminara a nuestro lado al momento en que acontece el subsiguiente hecho.

Sin importar cuál hubiese sido la razón, apremiaba aquella tarde el tiempo. Había yo acelerado el paso, mientras la mirada de Federico se perdía entre las vitrinas, y se escapaban sus pensamientos entre las hendijas de los adoquines. Intentaba inútilmente apresurarlo, mas el tiempo corre tan distinto en los engranes de un reloj Omega.

Surgió de pronto una tan usual figura; cubierto el pecho con una playera de punto ya translúcida y blandiendo un panel en el que exhibía tirantes plásticos para sostén. Lo esquivé, echándole apenas una mirada de soslayo; pero Federico debía detenerse -Nota: El carácter condicionante se debe a que en esta frase se define a Federico como personaje y a que de lo contrario no habría excusa para esta narración. Así, mientras salgo huyendo de estas páginas y lo abandono con el volumen en las manos, tanto usted como yo renunciaríamos al oficio de bibliófilos: desilusionado y defraudado usted por haber invertido tiempo en escoger esta página; culpable yo de hacerlo malgastar deliciosos insultos que no han de trascender su sala de lectura-.

Quedará siempre en el misterio la actitud con la que abordó Federico al vendedor ambulante; fuera ya una de prepotencia, o una de ocasional simpatía. Lo cierto es que de pronto encontró San José a Federico diciendo con vehemencia a su súbito interlocutor cómo Deborah Polaski era la mejor Elektra de todos los tiempos; y que Barenboim, y que su brillante actuación hace dos temporadas; y cautivado el público de la Berliner Staatsoper. Y yo que moría de vergüenza, y Federico que continuaba con su florido discurso, y el Vendedor que arquea las cejas y lo traga con la calma de sus ojos, y yo que me acerco a Federico, y Federico que reposa silente esperando, y el Vendedor que le da su respuesta.

Bueno no, pito, yo diría Inge Borkh; mae, porque Birgit Nilsson era buenísima, y de campo también, y tuvo que ponerle hasta que la aceptaran en la Academia Sueca, y al final terminaron los directores besándole los tacones para que cantara en su presentación, y todo; pero le mataba todo encanto a Elektra, que parecía hombre de pelo en pecho. Además era arrogante y odiosa, terminó en la ópera por plata. Y ya marchita, mejor oír cantar a Marito Mortadela.
Por otro lado la Astrid Varnay, que dicen que compartió con los canillitas de la Boca porque vivió en Buenos Aires, era mejor porque además de que lloraba de verdad cuando se moría Agamenón y que hacía también de mezzo, estaba bien buena y una noche entre las sábanas con esta doña, de seguro que le paraba a uno el corazón entre otras cosas y colgaba los tenis como le pasó a Agustín Lara con la Félix, pues las dos eran unas buenas gatas, y en los sesenta se usaba menos la cama y más la alfombra y el parqué.
Y no crea que me estoy olvidando de Elsa Cavelti, compita, que si no hay Borkh, ella es la primera. Y es que esta sí que cantaba, no era raro –dicen- ver enjugarse los llantos a los generales argentinos en el diálogo que le tocaba con Orestes. Y era una cosa increíble, verla dueña del teatro, además de que Greta Garbo parecía una chiquilla con polio a la par de la Elsa que bien le podía dar de mamar a Bridgite Bardot mientras hacía que Franco se soplara los mocos.
Pero no, mi rey, ninguna como Inge Borkh. A la princesa se le salía el alma por la boca, y con perdón de dios, pero era un ángel que cantaba. Y es que ésta sí sabía; con las manos rojas salieron de La Scala todos los huevones, y la odiaban, cómo la odiaban y no les quedaba remedio de aplaudirle y puta, mi herma, puta. ¡Ah sí!, de cabaret, imagínese cómo tenía esas piernas, la princesa. Y le aplaudían todas las santulonas de Milán y las judías de Nueva York, y se secaban las lágrimas los señoritos en la Ópera como se secaron el sudor los tatas viéndola bailar en Moulin Rouge, y no es nada... que además de que con cada nota cacheteaba a Clitemnestra y le metía más adentro el puñal al padrastro, y de que no había mejor en el mundo, le dice a todos que chaíto y buenas noches, muy bonita la operita, y se volvió otra vez cabaretera, y actriz, y con cincuenta años ni Madonna después de quince operaciones. Que cuando alzaba la pierna y se hacía un split, se moría alguien del público... seguro, igual que Calas, que no le cabían las dos nalgas en Creta.
Ahí tiene a su Elektra compita, que Polaski le debería de estar lustrando los zapatos... ahora cómpreme los tirantitos, tres por mil, buenos buenos, imagínese que hasta podrían sostenerle las tetas a Hildegard Behrens, y durante toda la función.
Federico no ocultaba su sonrisa de satisfacción. Mientras pagaba los tirantes se nos acabó la prisa. Andando, continuaba yo tan absorto, tan autor de este cuento, que pronto perdimos el rumbo; tan feliz para Federico y tan penosa para mí la flexibilidad de los adjetivos. Snob, ¿quién? Y Federico me consolaba diciéndome que Eurípides era tan anterior al tiempo de Teofrasto, que las Guerras Médicas, y que Esmerdomenes, y Leónidas, y que Herodoto contaba en el libro VII, que... y Plutarco, y Averroes, y La Poética, que Aristóteles aún no... Y se le dibujaba aquella expresión de preocupante y sincero interés, como sumido en un estado de ataraxia.

Agosto 07